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Las mentalidades retrógradas y egoístas sirven de bien poco a la hora de paliar los efectos de una gran tragedia global como la que está provocando la pandemia de COVID-19. Todo lo más lo único que conseguirán es agravar todavía más los efectos del desastre.

Caceroladas alentadas por Ayuso y Abascal en el Barrio de SalamancaUn grupo de partidarios de Trump protesta en Michigan para poner fin al confinamiento
Arriba imágenes de protestas en el muy pudiente barrio madrileño de Salamanca (izquierda) y de partidarios ultrarreaccionarios de Trump en Michigan (derecha), en este caso alardeando con sus armas de fuego. Estas dos imágenes tienen un común denominador. Grupúsculos de privilegiados molestos por las normas de confinamiento y distanciamiento social impuestas a raíz de la pandemia. Tanto en uno y otro caso la palabra “libertad” es una escusa, pues en un ejercicio de absoluta falta de empatía, lo único que se busca es reivindicar los privilegios exclusivos de los muy excluyentes colectivos que se manifiestan, en detrimento del resto de la sociedad.


     Seguramente casi todos habremos oído algo acerca de la Batalla de El Álamo, un choque armado que tuvo lugar entre febrero y principios de marzo de 1836 y que enfrentó a las milicias secesionistas tejanas contra las tropas del ejército mejicano comandadas por Antonio López de Santa Anna, en el contexto de la llamada “revolución” de Texas (1835-1836). Sí, la propaganda norteamericana nos ha vendido el suceso como uno de los mitos fundacionales de Estados Unidos. En él héroes legendarios que se han convertido en iconos cuasi beatificados, como William Barret Travis, David Crockett o James Bowie, perecieron como mártires en el altar de la libertad. Todo el relato encaja bastante bien con el ideario liberal. Un puñado de valerosos patriotas enfrentando a la tiranía de un poder homogeneizador que pretende acabar con su independencia, que pretende decirles lo que pueden o no hacer, y frente al cual no están dispuestos a rendirse, por muy inferiores que ellos sean en número. Finalmente caen heroicamente y su martirio es la mecha que prende la revolución que finalmente liberará a Texas del yugo mejicano.

     Pero como casi siempre ocurre la Historia la suelen escribir a su gusto los vencedores, edulcorando ciertos aspectos del relato y obviando descaradamente otros detalles que son barridos convenientemente debajo de la alfombra. Y estos detalles nos dicen que la “revolución” tejana no fue esa idealizada lucha entre la libertad y la tiranía que nos han contado. En primer lugar hay que tener en cuenta que los secesionistas eran en su mayor parte colonos anglosajones que aceptaron asentarse en el territorio de la futura Texas con el permiso de Santa Anna, que buscaba de esta manera poblar y desarrollar los territorios más septentrionales y apartados de su inmensa nación; territorios ocupados por entonces por pueblos nativos como los comanches, los kiowas o los apaches. Queda claro entonces que se trataba de gente extraña que invadía una tierra con el permiso del gobierno mejicano. En segundo lugar, y este es el detalle más importante, una de las principales desavenencias con el gobierno mejicano que llevó a los colonos a alzarse en armas, fue la pretensión de estos últimos de instaurar la esclavitud en sus territorios, abolida en México. Así pues uno de los motores principales de la “revolución” fue la defensa de la esclavitud, pues los secesionistas entendían que nadie debía privarles de su “derecho” a tener esclavos. Sobra decir que ninguno de ellos pensaba en lo más mínimo en los derechos de las personas esclavizadas, ya que no eran más que un simple recurso a su disposición. De esta manera vemos como la idealizada batalla de El Álamo y la “revolución” en la que se enmarca fueron algo muy distinto, la instauración de un Estado construido en base a la esclavitud, la especulación de tierras y el expolio, en este caso de los pueblos nativos que originalmente ocupaban el territorio tejano, que fueron perseguidos, arrinconados y masacrados. No en balde, tras quedar anexionado a Estados Unidos en 1845, Texas pasó a formar parte de los estados esclavistas que más tarde constituirían los Estados Confederados secesionistas. El lado oscuro del nacimiento de Texas, así como de sus protagonistas históricos, puede descubrirse mejor en el artículo El Álamo, la independencia de Texas y la raza, de  Rubén Cordova, o en la desmitificadora y vibrante novela “El Álamo: una historia no apta para Hollywood” (publicada en España por la editorial Planeta en 2012), del escritor mejicano Paco Ignacio Taibo.
     ¿Qué podría tener que ver la historia del origen de Texas con la actual pandemia de COVID-19 que estamos padeciendo? Por extraño que pueda parecer hay elementos comunes en ambos eventos. Ahí es donde entran en juego, por ejemplo, las imágenes de las caceroladas callejeras en el madrileño barrio de Salamanca, uno de los distritos con mayor nivel de poder adquisitivo en toda Europa, lugar habitual de residencia de gente muy adinerada. También otras imágenes un poco distintas que en este caso vienen desde Estados Unidos, las de manifestantes armados en las calles u ocupando el capitolio (la sede del gobierno estatal) en Michigan. En los dos casos quienes así protestan lo hacen exigiendo el fin o la relajación de las restricciones impuestas debido a la pandemia global de COVID-19, que a día 18 de mayo había afectado a cerca de 5 millones de personas en todo el mundo (casos conocidos, no lo olvidemos) matando a más de 318.000 (una vez más casos confirmados). En los dos casos estamos hablando de imágenes procedentes de países duramente golpeados por la enfermedad, España tiene uno de los ratios más elevados de mortalidad (59 fallecimientos por cada 100.000 habitantes, y teniendo en cuenta además que el ratio en Madrid es de más de 130 fallecimientos por cada 100.000 habitantes) y Estados Unidos va camino de acumular cerca de la tercera parte de todos los muertos a escala mundial (más de 90.000 a principios de esta semana). Y, en los dos casos, los manifestantes enarbolan la bandera de la libertad para justificar lo que están haciendo, así como sus demandas. Sólo hay una diferencia entre los casos español y estadounidense. En el primero los manifestantes descargan toda su furia e inquina contra el gobierno de coalición progresista. En el segundo las protestas con armas reciben el apoyo entusiasta del inquilino de la Casa Blanca, el cada día más esperpéntico Donald Trump.
     Es ahí donde entroncamos con la tradición que nos retrotrae a la independencia tejana. El caso de los tipos armados, paseándose en Estados Unidos sin mascarillas y sin respetar distancias de seguridad, puede entenderse mejor. Pero lo de los señoritos y señoritas del barrio de Salamanca, y otros enclaves pudientes del país, que infligen las restricciones para salir a la calle con sus banderas después de haberles quitado las cacerolas a sus criadas para hacer ruido con ellas, viene a ser más o menos lo mismo. Hablamos de individuos que se creen excepcionales. Lo que va con los demás no ha de ir con ellos, no piensan en el resto de la población sino únicamente en sí mismos, en sus privilegios, aquellos que nadie debe osar tocar para seguir manteniendo su modo de vida, por mucho que eso pueda perjudicar seriamente a otros muchos. Porque esos otros muchos no importan, son despreciables, ya que lo único que importa es su libertad individual, que por supuesto ha de estar por encima de la del resto. Esa era la mentalidad de los esclavistas tejanos, que se rebelaron contra un gobierno que no les permitía esclavizar a otros seres humanos, privándoles así del beneficio que ello les iba a reportar. Los negreros del siglo XXI piensan de una forma casi idéntica, puesto que no han evolucionado apenas nada en lo que a mentalidad se refiere. Es ese sentimiento de excepcionalidad, yo estoy muy por encima de los demás y, por tanto, estoy en mi derecho de hacer lo que se me antoje aun cuando eso suponga que muchos otros vayan a pagar por ello. Mi beneficio su desgracia. Es de eso de lo que van todas esas manifestaciones, en términos numéricos muy minoritarias, con armas, banderas y cacerolas. Una minoría privilegiada, con un inmenso altavoz mediático y sabedora de que apenas sí habrá represalias por su comportamiento, gritando a los cuatro vientos lo poquísimo que les importa el resto de la gente. Me puedo imaginar la respuesta policial, y mediática, a manifestaciones similares y más multitudinarias en los barrios periféricos y más humildes de Madrid y con un gobierno de ultraderecha en España (porque eso es lo que son tanto el PP como Vox). Como también puedo imaginar, o más bien prefiero no hacerlo, cómo respondería la policía en Estados Unidos si los manifestantes armados hubieran sido afroamericanos (como así los llaman, aunque curiosamente los descendientes de europeos no reciben el nombre de euroamericanos) de los guetos marginados de alguna de sus muchas ciudades. Las normas no son iguales para todos y los privilegios muchísimo menos.

      Así que sí, los negreros del siglo XIX, que se alzaban en armas contra un gobierno que les impedía lucrarse con la esclavitud, están directamente relacionados con los negreros del siglo XXI, que protestan contra gobiernos que imponen restricciones durante una pandemia porque consideran que tales medidas atentan contra sus privilegios y les perjudican económicamente, por mucho que sean medidas destinadas a ralentizar la velocidad de los contagios y, por ello, busquen minimizar el número de muertes e impedir que el sistema sanitario se colapse. Esta especie de “anarcofascismo” ese “yo sólo miro por mí y que se joda el resto del mundo”, hunde sus raíces en el pensamiento liberal clásico, que ensalza las libertades individuales. Pero es una libertad entendida únicamente desde una posición de poder y privilegio, el derecho que se arrogan las élites de actuar siempre en su propio beneficio y a costa de pisotear a todos los demás, pues entienden que ningún gobierno o poder público tiene autoridad para impedírselo. El Estado está para blindar sus privilegios e imponer al resto de la sociedad cuantas medidas sean necesarias para que ellos sigan manteniendo su estatus, no para decirles lo que tienen que hacer, porque de ser así se consideran agredidos. Una vez más la mentalidad de los negreros tejanos. En las últimas décadas dicho pensamiento evolucionó y se ha convertido casi en dogma de fe para muchos, el fundamentalismo neoliberal del libre mercado, que tiene mucho de todo esto. Un dogma que se implantó firmemente en todo Occidente. Desregulación en el ámbito de la economía, desmantelamiento del sector público y mercantilización de sus servicios, políticas fiscales muy favorables para las grandes fortunas, precarización del mercado de trabajo y pérdida de derechos laborales, deslocalización de industrias a terceros países con mano de obra muy barata y políticas de control muy laxas… Cuando te han estado mimando durante tanto tiempo tal vez no siente demasiado bien que lleguen y te digan NO por primera vez.

      Ha tenido que llegar el SARS-CoV-2, un humilde virus a pesar de todo, para dejar en evidencia muchas de las presuntas “verdades sagradas” del fundamentalismo neoliberal. Los “mercados” no son unas entidades que floten sobre el común de los mortales, más allá del bien y del mal, dependen de las personas, como asimismo lo hace la economía en general. Y cuando la sociedad en su conjunto se ve afectada por una grave anomalía como lo es esta pandemia, la Economía (así en mayúsculas) tiene que quedar al abrigo del paraguas protector del Estado, que es el único con capacidad para hacer frente a una situación así e impedir que todo se desmorone. Frente al virus los mercados no sirven para nada y en lo único en que podemos confiar es en la capacidad de los poderes públicos para gestionar la crisis. Cuando estos han quedado gravemente debilitados por años de recortes y políticas ultraliberales, no sólo salen a relucir lo suicidas que pueden llegar a ser dichas políticas, sino también la irresponsabilidad y putrefacción moral de las élites que las abanderaron. Es eso lo que se ha estado viendo en Madrid, no sólo con las caceroladas de lujo en el barrio de Salamanca, sino también con las actuaciones de su gobierno autonómico, en manos de alguien tan poco fiable como Díaz Ayuso. No olvidemos que la capital de España tiene un ratio de muertes por cada 100.000 habitantes que casi podríamos considerar como desorbitado, que no pocas residencias se convirtieron más bien en mataderos de ancianos y que la situación de su sistema sanitario no está ni mucho menos normalizada (la atención primaria, por ejemplo, sigue sin funcionar como debiera). Ante una situación así, y como es de todos sabido que sigue sin haber vacuna a la vista, las restricciones al movimiento y las medidas de distanciamiento social son la única medida fiable para contener los contagios (no lo digo yo, para una explicación más exhaustiva de cómo ha contribuido la movilidad de la gente a la expansión del virus en España, afectando mucho más a unas provincias que a otras, recomiendo este artículo del portal científico Naukas). A pesar de ello el ejecutivo ultraconservador de Ayuso no tiene reparos en seguir reclamando el paso de la comunidad madrileña a Fase 1, cuando ni tan siquiera se ha molestado en corregir las deficiencias que se le remarcan para poder hacerlo y a pesar de las advertencias de los especialistas en la materia del peligro que eso podría suponer. Pero no, la presidenta (por llamarla de alguna manera) y su adláteres siguen haciendo pucheros y presentándose como las víctimas de la inquina del gobierno central, en lugar de ponerse a trabajar para solucionar los problemas de verdad. Ahora cuentan con aliados incondicionales en sus pataletas, gente por supuesto a la que la sanidad pública no les importa lo más mínimo, ya que jamás han sido sus usuarios. Más bien lo suyo era desmantelarla para convertirla en un negocio con el que lucrarse. Sí, quizá también se estén manifestando porque temen que no se lo vayan a permitir.

      Porque detrás de todo esto, no lo olvidemos, se encuentra otro dogma de fundamentalismo neoliberal. Aquel que reza que la economía ha de estar por encima de la vida humana. Y cuando hablo de economía me refiero por supuesto a la personal de los miembros de la élite, no desde luego a la economía de los ciudadanos corrientes, que puede ser arrasada sin miramientos para hundirlos en la miseria. Detrás de esta lógica, que prima casi exclusivamente los intereses del gran empresariado y las clases más pudientes, se encuentran estrategias desastrosas como la pretensión de tratar de desarrollar la inmunidad de grupo, que no es otra cosa que permitir que se contagie de forma “controlada” hasta el 60% de la población, más o menos, tratando de imponer las mínimas restricciones posibles para no afectar a la economía. Ya vemos los resultados que eso ha dado en Reino Unido, que no en balde está gobernado por un ultraliberal reaccionario como Boris Johnson. Aun antes de que empezara lo peor las autoridades sanitarias ya daban la voz de alarma, advirtiendo de que el sistema no estaba ni de lejos preparado y se avecinaba el desastre. Después de que el señor Johnson pasara por el hospital afectado de COVID-19 e hiciera el ridículo, Gran Bretaña sigue pagando muy cara esta estrategia inicial, que luego tuvo que desecharse. A día de hoy son más de 30.000 muertos, superando a España, y eso que todavía no se ha llegado al famoso “pico de la curva”. Otro país que ha apostado por la fallida estrategia de la inmunidad de grupo ha sido Suecia, tal vez por motivos un tanto distintos. Nuevamente los resultados no le dan la razón, con un ratio de más de 36 muertes por cada 100.000 habitantes (inferior al de España, pero no olvidemos las características del país y su densidad de población), las cifras son abrumadoramente más altas que las de sus vecinos escandinavos, que sí optaron por el confinamiento (ver el artículo Suecia apostó por la inmunidad de grupo y ha pagado un precio muy alto).

      Pero si hay una nación que está pagando muy caros los esperpentos de su gobernante y su catastrófica no gestión de la crisis, esta no es otra que los Estados Unidos de Trump. Casi podría decirse que, desde el despacho oval de la Casa Blanca, el impresentable en jefe parece estar conduciendo el Imperio Americano hacia la hecatombe. Ya a primeros de marzo, cuando el COVID-19 fue catalogado como pandemia y el mundo entero sabía que teníamos un problema muy pero que muy serio, Trump seguía infravalorando la amenaza con su habitual chulería, por lo que no se tomaron medidas de ningún tipo para contener la expansión de la enfermedad aun cuando los casos en el país se multiplicaran. Sí, después comenzó a cargar contra la OMS y contra China, culpándolos de lo que estaba pasando en territorio estadounidense e iniciando la ya previsible campaña de insultos, amenazas y juego sucio, pues poco más sabe hacer este sujeto ¿Culpar a los chinos y a agencias internacionales de que el virus se expanda sin control por el país y haya matado a decenas de miles de personas? Nuevamente volvemos a las imágenes de los tipos armados manifestándose en contra de las restricciones. Y más aún, porque la América de Trump es el máximo exponente del fundamentalismo ultraliberal, de un gobierno del 1% más rico, hecho por ese 1% y exclusivamente para el 1%. Pensando únicamente en la reelección y en la economía (de las élites, se sobreentiende) el presidente tiene mucha prisa en levantar las restricciones en todo el país, todo y que eso podría empeorar muchísimo más una situación ya de por sí desastrosa. No hace mucho Rick Bright, experto en enfermedades infecciosas, compareció en el Congreso de Estados Unidos indicando que “América se enfrenta al invierno más oscuro de su historia reciente” de no tomarse las medidas necesarias, reconociendo que “el país ignoró las evidencias tempranas” de lo que podría terminar ocurriendo (ver el siguiente vídeo).

      Vale, es sólo un tipo dando su opinión, por muy fundamentada que esté. Pero hay muchas más evidencias de cómo Trump y sus esbirros le han allanado el camino al virus. Un demoledor editorial de la revista The Lancet, una de la publicaciones médicas más prestigiosas del mundo, carga contra el desmantelamiento de los CDC (Centros de Control y Prevención de Enfermedades) por parte de la actual Administración. Estos organismos públicos han sufrido especialmente bajo la “furia ultraliberal” trumpiana, hasta el punto de haber perdido buena parte de su eficacia ¿Tendrá eso algo que ver con lo que está pasando? Que cada uno saque sus propias conclusiones. Tres cuartas partes de lo mismo se puede decir con el muy decidido desmantelamiento de la legislación medioambiental que el presidente ha llevado a cabo durante este su mandato, y que la población puede también terminar pagando muy caro. Porque lo del medio ambiente no sólo tiene que ver con salvar árboles y proteger animalitos, se centra especialmente en la salud pública. Podría ser casual, pero dos de las regiones europeas con mayores tasas de mortalidad por COVID-19, Madrid y Lombardía (Italia), son asimismo las que presentan unos peores índices de contaminación del aire (ver este artículo). Que la contaminación afecta a la salud es algo que nadie puede negar, por lo que es prudente afirmar que nos hace más vulnerables a las enfermedades infecciosas. Así que no, si desmantelas las leyes que protegen la calidad del aire o el agua y luego sufres una epidemia devastadora, y si haces lo mismo con la red pública de centros de control diseñada precisamente para evitar eso mismo, no puedes andar culpando a otros del desastre. La culpa es casi exclusivamente tuya.

      Así ha llegado Estados Unidos a su situación actual, gracias a la mentalidad retrógrada, egoísta y antisocial de esos negreros del siglo XXI capitaneados por el presidente Trump. La crisis del COVID-19 ha traído más de 36 millones de nuevos parados en el país (cifra de mediados de mayo), durante el primer trimestre del año la economía se ha contraído cerca de un 5% y, según las previsiones de Goldman Sachs, en el segundo podría hacerlo hasta en un 34%. Ni tan siquiera el ejército se libra, con polémicas incluidas, como la que provocó la destitución del capitán del portaaviones nuclear USS Theodore Roosevelt, Brett Crozier, tras salir en defensa de sus marineros por el brote de coronavirus que estaba afectando al barco y que ya había provocado la muerte de un miembro de la tripulación. El episodio tuvo más repercusión de la esperada y terminó asimismo con la destitución del secretario de la armada Thomas Modly, mientras los medios ensalzaban el valor del capitán Crozier y lo convertían en el héroe del momento. Pero detrás de esta historia hay mucho más y, para poder entender mejor las implicaciones, recomiendo leer el artículo ¿Marcará esta pandemia el final de la flota de portaaviones estadounidenses?  En resumen, por muchos cuentos que nos haya contado Hollywood, al final parece que el que se suponía que era el mejor ejército de la galaxia no estaba ni de lejos preparado para afrontar una crisis de estas características. Así, la respuesta de Estados Unidos frente a la pandemia más bien se puede calificar como de “anti liderazgo”, pues ni tan siquiera saben solucionar el problema de puertas para adentro. No digamos ya en el exterior.

Arriba casos detectados de COVID-19 en las distintas bases de militares de Estados Unidos a principios del mes de
abril. Dada la dinámica de expansión del virus es muy probable que, a día de hoy, esta cifra sea muy superior.
(Fuente: Departamento de Defensa). 
      Y es que esta crisis está sacando a relucir las vergüenzas de Occidente. Los norteamericanos ven como su economía se descalabra, mientras su presidente busca la pelea en el barro lanzando furibundas diatribas contra China, pues la reelección es casi su única obsesión. Y mientras tanto la Unión Europea es incapaz de dar una respuesta conjunta, con cada estado miembro yendo en su propio interés y sin poder llegar a ningún acuerdo reseñable. Tanto europeos como estadounidenses han peleado también en el mercado chino para hacerse con EPIs, respiradores y demás material médico necesario para tratar o prevenir la enfermedad, en ocasiones arrebatándose suministros unos a otros. Y así los muertos se siguen acumulando tanto a un lado del Atlántico como al otro ¿Existe otra forma de hacer las cosas más allá de lo que nos están mostrando algunos de los países más avanzados y poderosos del mundo? Podríamos hablar de casos como los de Islandia o Nueva Zelanda, pero quizá no sean representativos, al tratarse de naciones isleñas, bastante apartadas y no demasiado pobladas. Los que sí llama poderosamente la atención son los casos de Vietnam y el estado indio de Kerala, ambos en Asia y muy próximos a la fuente de origen de la pandemia. Tal y como se explica en el artículo El secreto de Kerala y Vietnam, estos dos territorios densamente poblados (35 millones de habitantes el primero y 95 el segundo) y con un nivel de desarrollo claramente inferior a cualquier país occidental, son un ejemplo de gestión increíblemente exitosa frente al COVID-19. El ejemplo vietnamita destaca especialmente, pues a día de hoy este país no ha registrado ni una sola muerte por coronavirus. Y eso teniendo en cuenta que comparte frontera con China y los intercambios son más que habituales, que se detectaron casos poco después de iniciarse el brote en su vecino del norte y que su infraestructura sanitaria, aun siendo mucho mejor que en otros lugares del sudeste asiático, no se puede comparar con la de países como Italia, Francia, Reino Unido o España.
      ¿Dónde reside el secreto de semejante “milagro”?, que no lo es tal. Sencillamente en que, desde el minuto uno, las autoridades se tomaron muy en serio la amenaza y decidieron primar la salud pública por encima de los intereses económicos de ciertos grupos sociales. El país entero quedó en estado de emergencia sanitaria tras detectarse los primeros casos, se realizó un seguimiento exhaustivo de los contagios y, entre otras medidas, se estableció un sistema de alerta temprana, concienciando a la población de la necesidad de respetar las medidas de distanciamiento social y restricción de movimientos. El confinamiento fue severo, pero el Estado desplegó medios para atender a las familias más afectadas por estas medidas, de manera tal que se ha evitado la desprotección en la medida de lo posible. Estas actuaciones rápidas y agresivas frenaron la expansión del virus desde el primer momento y, como resultado, Vietnam es un asombroso ejemplo de gestión exitosa frente a la pandemia (lo mismo que el estado indio de Kerala, que adoptó medidas similares, y en el que sólo se han registrado 5 muertes). Algo parecido podría decirse de Cuba, con una tasa de mortalidad de unos 6 fallecimientos por cada millón de habitantes (no olvidemos que en España nos aproximamos a los 600 fallecidos por millón de habitantes, ¡una tasa casi cien veces superior!), todo y que en este caso volvemos a hablar de una nación isleña. Pero el ejemplo cubano se aproxima más al vietnamita o el de Kerala (que no el del resto de la India, donde el virus está golpeando con mucha mayor crudeza), países o territorios con recursos limitados (o muy limitados) que optan por una respuesta temprana y muy enérgica. Prevención antes que curación y defensa de las vidas humanas por encima del sacralizado crecimiento económico.
      Puede que sólo sea casualidad, pero en estos tres casos estamos hablando de gobiernos de cariz socialista en el estricto sentido de la palabra, no de la muy diluida ideología socioliberal imperante en Occidente. Así que aquí un recadito para los señoritos y las señoritas que salen a las calles de sus exclusivos barrios con sus cacerolas y banderas. Si en España ha terminado pasando lo que ha pasado no es a causa de que tengamos un gobierno “socialcomunista”, sino más bien a que ese gobierno, siguiendo la estela de lo que se ha hecho en toda Europa, ha pensado primero en la economía, en los intereses de la patronal y las grandes fortunas, antes que en la salud pública. El temor al impacto económico es lo primero que tuvieron en cuenta todos los dirigentes occidentales y, a partir de ahí, diseñaron sus estrategias iniciales, hasta que la explosión de casos y fallecimientos obligó a tomar medidas drásticas. Nuestra izquierda falla por timorata ante los poderes económicos, no por otra cosa. Esa y no otra ha sido la razón de todas esas muertes. El SARS-CoV-2 vino como otras tantas enfermedades a lo largo de la Historia, posiblemente para quedarse entre nosotros. Pero los efectos de toda pandemia se ven amplificados por ciertas circunstancias sociales, económicas o culturales. Durante el medievo el total desconocimiento acerca de los procesos de infección y la falta de higiene ayudaron a la peste bubónica a asolar Europa. Hoy día los negreros del siglo XXI, con su fundamentalismo y el desprecio que muestran hacia el resto de la sociedad, le han allanado el camino al COVID-19 de una forma similar (aunque no por supuesto comparable). Y tal vez por eso tratan de distraernos a todas horas con tantos ladridos de odio, burdas mentiras y campañas de desinformación, debidamente amplificadas hasta la saciedad por sus sicarios mediáticos a sueldo. Pero, pasada esta tormenta, será la propia Ciencia la que nos muestre claramente qué fue lo funcionó y qué lo que no. La supuesta “magia de los mercados” desde luego no lo ha hecho y quizá eso sirva para que nos desprendamos al fin de ciertos dogmas dañinos. Sólo el tiempo dirá hasta qué punto aprendimos la lección.           
Artículo escrito por: El Segador