El anuncio de la retirada norteamericana de Afganistán viene a corroborar que la nación centroasiática ha sido y sigue siendo la tumba de muchos imperios. Pero también demuestra algo más, el progresivo declive de Estados Unidos, incapaz de hacer valer su aplastante superioridad militar aparente para ganar guerras.
En la imagen restos de un avión espía estadounidense que se estrelló, o fue derribado, en suelo afgano el pasado enero. |
Todo el mundo parece estar muy centrado, y preocupado, por esa nueva enfermedad que ya se ha convertido en la palabra de moda. Proliferan, cómo no, las noticias alarmistas y tertulias en las que presuntos expertos o personajes conocidos (desde políticos, pasando por humoristas o actores, hasta toreros) afirman “que la cosa es mucho más grave de lo que quieren decirnos”, con lo que podríamos estar al borde de no se sabe muy bien qué. Entretanto la economía se ve sacudida, la normalidad afectada y masas histéricas acuden a los supermercados a acaparar víveres, cuando no a las farmacias para agotar las existencias de mascarillas (que en realidad no son de gran utilidad) o de geles desinfectantes (que tampoco son una panacea para evitar contagios). Todo esto por una enfermedad con una tasa de mortalidad inferior al 1% y que tal vez llegue a acabar con la vida de alrededor de un millón de personas en todo el mundo, en caso de convertirse en pandemia. Todas esas víctimas pueden parecer muchísimas, sin embargo hay que tener en cuenta que la gripe común mata a centenares de miles todos los años, lo mismo que otras enfermedades como la malaria o también los conflictos armados. Muchas más son las personas que mueren de hambre, a razón de unas 24.000 al día (siendo más de 8.000 niños) y también por los problemas asociados a la degradación del medio ambiente (contaminación del aire, exposición a químicos tóxicos, aguas insalubres…), que mata a millones todos los años. El tema ya empieza a ser bastante cansino y no es mi intención hablar de él, pero para aquellos que quieran saber cómo están realmente las cosas recomiendo el artículo Diez buenas noticias sobre el coronavirus, de Ignacio López Goñi, catedrático de microbiología de la Universidad de Navarra.
Tal vez hablar todo el rato de un nuevo virus procedente del Lejano Oriente sea útil para no hablar tanto de otras muchas cosas. Entre ellas una noticia de enorme relevancia a mi entender y que, sin embargo, ha pasado casi como de puntillas entre tanta alarma epidemiológica e imágenes de hospitales saturados y gente con mascarillas. Ésta no es otra que la firma el pasado fin de semana de un acuerdo entre Estados Unidos y los talibán para la retirada total de las tropas extranjeras de Afganistán en el plazo máximo de 14 meses. Todo y que esto no asegura la paz, e incluso aun cuando no garantice que algunos militares estadounidenses se queden en el país en calidad de asesores o realizando operaciones encubiertas, la firma de dicho acuerdo es increíblemente significativa. Supone el reconocimiento de que, casi medio siglo después, la superpotencia norteamericana ha terminado empantanada en un “nuevo Vietnam”. Una vez más todo el poderío militar y tecnológico, los aproximadamente 2 billones de dólares gastados y mucho menos las cerca de 3.600 bajas de la “coalición” en suelo afgano (alrededor de 2.450 sólo de soldados estadounidenses), así como tampoco los más de 20.000 militares heridos que regresaron a sus hogares con secuelas permanentes, han servido absolutamente para nada. Han sido inútiles porque la solución, nuevamente, ha pasado por negociar con el enemigo para llegar a algún tipo de acuerdo que dé la impresión de que Washington al menos ha logrado salvar los muebles ¿Quién puede llamar a esto una victoria? Si el objetivo inicial fue intervenir en el país para acabar con los talibán, por el supuesto apoyo ofrecido por éstos a Al Qaeda y Osama bin Laden tras los ataques del 11-S, queda claro que se ha quedado muy lejos de conseguirlo. Por el camino nos enteramos que el enemigo número uno de Estados Unidos se escondía en realidad en Pakistán, surgieron organizaciones terroristas mucho peores que Al Qaeda, como Daesh, y la guerra en Afganistán se fue prolongando y prolongando hasta convertirse en la intervención estadounidense más larga de su historia.
Una vez más queda demostrado que Afganistán es la tumba de los imperios y que, quien entra allí, sale escaldado. Entre 1839 y 1919 los británicos libraron allí tres guerras y, aun estando en el apogeo de su poder imperial, nunca llegaron a hacerse con el control permanente del país. De igual manera los soviéticos lo invadieron en 1979 para apuntalar al gobierno comunista instalado en Kabul. Esta vez con el apoyo de la CIA, el Mosad, Pakistán y los saudíes, los guerrilleros afganos (denominados muyahidín) convirtieron las montañas y los desiertos en un infierno para el Ejército Rojo. Los soviéticos se retiraron en 1992, al tiempo que su régimen colapsaba, lo que dejó un vacío de poder que fue aprovechado por los fundamentalistas talibán para hacerse con el poder en 1996. El 11-S fue la excusa para que el Tío Sam decidiera plantar su bandera en Asia Central, región de importancia estratégica capital no sólo por su proximidad con China y Rusia, sino también por sus recursos naturales. Se las prometían muy felices porque ellos no iban a cometer los mismos errores que los comunistas. Al final, 19 años después, la imagen en Qatar de un enviado de los talibán sentado junto a un homólogo de Estados Unidos para la firma del acuerdo, demuestra claramente que sí los cometieron. Subestimaron al enemigo y al entorno en el que se movía, exactamente lo mismo que hicieron otros invasores antes. Y al final han terminado adoptando la misma solución que ellos; ante el callejón sin salida afgano no queda otra opción que recular y abandonar un país del que se estaba perdiendo el control. Hace más o menos un año la propia BBC ya advertía que la amenaza talibán se extendía aproximadamente por el 70% del territorio de Afganistán. Tras tantos años de intervención esto sólo puede tener un nombre, fracaso absoluto.
Este comienzo de 2020 ha venido acompañado de hechos relevantes. Y no lo digo por la dichosa enfermedad de la que no dejan de hablar. Como muy a menudo todo está relacionado, el empujoncito final del acuerdo de paz en Afganistán tal vez lo haya dado el asesinato por parte de Estados Unidos, el pasado 3 de enero, del emblemático general iraní Qasem Soleimani, quien fuera arquitecto de la estrategia militar exterior del país persa (destacando especialmente por el papel jugado en Siria). Jugada rastrera y criminal donde las haya, pues Soleimani fue víctima de un ataque cuando estaba en misión diplomática oficial invitado por el gobierno de Iraq, parece que ha terminado volviéndose en contra de Washington (nido de “halcones” ultra reaccionarios, que a veces parecen tomar decisiones guiados más por sus niveles de testosterona que por el sentido común). Como reacción inmediata Irán juró venganza y, pocos días después, lanzó un ataque quirúrgico con misiles contra dos bases estadounidenses en suelo iraquí, cuyo alcance real se fue conociendo a cuentagotas conforme pasaron las semanas. Inicialmente la propaganda occidental despreció el suceso calificándolo de una “respuesta muy débil” muestra de la “impotencia” del régimen de los ayatolás. Sólo hubo algunos desperfectos y todo el personal de las bases resultó ileso, nos dijeron. Luego nos fuimos enterando que algunos soldados fueron tratados de “dolores de cabeza”, más tarde esos pocos se convirtieron en decenas y las supuestas jaquecas en conmociones cerebrales, para después enterarnos que no pocos militares fueron trasladados de urgencia a hospitales militares en Israel o Alemania. Al final parece ser que hubo más de un centenar de heridos, no sabemos si fallecidos, y que muy probablemente algunos de ellos tuvieron que ser atendidos por quemaduras de gravedad. Dado el nivel de censura impuesto por Estados Unidos, quizá tardemos bastante tiempo en saber todo lo que realmente sucedió aquella noche.
Lo acaecido durante esos días de enero dejó claras una serie de cosas. La primera que los iraníes no hicieron más daño porque no quisieron, seguramente para evitar una escalada en el conflicto, y avisaron previamente a las autoridades iraquíes del ataque, para que éstas previnieran a su vez a los norteamericanos. La segunda la precisión de sus misiles y la incapacidad de las defensas antiaéreas estadounidenses para interceptarlos, pues hicieron blanco en objetivos muy concretos y desde las bases militares ni tan siquiera los vieron venir. La tercera que, a la luz de todo lo anterior y más sabiendo que hubo decenas de heridos, de haber reconocido públicamente la magnitud de la agresión, Washington no hubiera tenido más remedio que contraatacar por una mera cuestión de prestigio internacional. En lugar de eso se optó por mentir y ocultar información, para hacer ver que la cosa fue menos grave de lo que en verdad era ¿Qué podría significar? Probablemente que Estados Unidos prefiere evitar una guerra abierta contra Irán, extremo que obviamente tampoco es del agrado de los persas. Pero la cosa no quedó ahí y, también en enero, el parlamento de Iraq aprueba una resolución para exigir la retirada de las tropas estadounidenses de su suelo. Sobra decir que el Tío Sam se pasa por el arco del triunfo lo que pueda decidir una nación soberana que fue ocupada años atrás, pero es un hecho significativo de lo que se le pueden ir complicando las cosas en el Medio Oriente. Resumiendo, asesinando a Soleimani el presidente Trump seguramente pretendía impedir un acercamiento entre Irán y Arabia Saudí. Pero la jugada no salió como se esperaba y, aparte de quedar en evidencia la vulnerabilidad de sus bases, el resultado es que la posición norteamericana en toda la región se ha vuelto más precaria.
Más posibles repercusiones del asesinato del prestigioso (y también odiado) general iraní. Aquí de nuevo volvemos a Afganistán, ya que el 27 de enero tuvo lugar otro hecho muy llamativo que sigue envuelto en multitud de interrogantes y del que apenas nos hemos enterado. Según parece un avión espía estadounidense se estrelló en la provincia afgana de Ghazni, a unos 150 kilómetros de la capital Kabul, en un territorio curiosamente controlado por los talibán. Nuevamente aquí se empezó con mentiras y ocultación de información. Lo primero que se dijo es que se trataba de un avión de pasajeros, pero cuando la evidencia no pudo ser ocultada, se terminó reconociendo que era un avión militar de Estados Unidos y que podría haber, al menos, un par de víctimas. Nuevamente y de forma muy tangencial se filtró más tarde que no se había estrellado un avión cualquiera, que se trataba de un E-11A de fabricación canadiense dotado de la más sofisticada tecnología. Estas aeronaves se definen como “Nodos de Comunicaciones Aerotransportadas del Campo de Batalla” (BACN), es decir, monitorizan y controlan todo lo que sucede en una región muy amplia, recibiendo información de inteligencia y trasmitiéndola a tiempo real a las tropas desplegadas sobre el terreno, para lo que operan siempre a altitudes de más de 12.000 metros (fuera del rango de muchas defensas antiaéreas). Son algo así como un puesto de mando en el aire que no sólo tiene ojos y oídos en todas partes dentro de su rango de actuación, sino que también pueden informar y dar órdenes a cualquier grupo de combate casi como si lo tuvieran delante. Que esta joya del poderío militar estadounidense cayera en Afganistán podría tener varias explicaciones. La primera es que se debió a un simple fallo técnico que la llevó a estrellarse, casualmente, en zona talibán. La segunda que el avión fue derribado por un misil lo suficientemente avanzado como para darle alcance, algo de entrada más allá de las capacidades de los talibán; a no ser, claro está, que contaran con suministros y apoyo de otra potencia extranjera (¿Irán?). La tercera es que el E-11A fue víctima de un sofisticado sistema de guerra electrónica (¿ruso tal vez?) que lo dejó en parte inutilizado y lo obligó a descender a una altitud anormalmente baja, para después terminar estrellándose (o derribado) en circunstancias que tampoco están del todo claras.
La opacidad y censura siguen oscureciendo la realidad de lo sucedido en torno al citado avión espía siniestrado. No sabemos con exactitud cuántas personas murieron, ni tan siquiera entre los miembros de los comandos SEAL que fueron a rescatar los cuerpos (o supervivientes) en el escenario del “accidente”, y que tuvieron que enfrentarse a una emboscada de guerrilleros talibán. Pero tampoco sabemos con exactitud la identidad de los tripulantes que fallecieron, si bien ya parece reconocerse que uno de ellos era el siniestro Michael D´Andrea, jefe de operaciones de la CIA en la región y uno de sus estrategas en la lucha contra Irán. D´Andrea, apodado el “Príncipe Oscuro” (Dark Prince), se ganó una terrible reputación tras el 11-S como el líder de la legión de torturadores que se empleó a fondo con centenares de cautivos en lo que llamaron la “guerra contra el terror” (cuando ellos también eran el terror). Quién a hierro mata a hierro muere, el viejo refrán viene como anillo al dedo en este caso. Que un pez gordo de la CIA caiga del cielo en Afganistán, cuando volaba en uno de los aviones más sofisticados e inalcanzables del mundo, parece una casualidad demasiado grande. Y eso hace sospechar que tal vez no lo haya sido, lo mismo que todo el secretismo que sigue rodeando al asunto. Una vez más Estados Unidos obligado a ocultar sus derrotas para no quedar en evidencia. Tal vez el fantasma de Soleimani (cual Cid Campeador, que gana batallas después de muerto) lo haya perseguido hasta Asia Central, tal vez los iraníes hayan tenido algo que ver en la muerte de D´Andrea y tal vez eso haya acelerado la retirada norteamericana de Afganistán. Supongo que pasados los años terminaremos de saberlo, pero uno no puede dejar de preguntarse si el mundo no es un lugar mejor sin personajes como Soleimani o D´Andrea.
La incapacidad de Estados Unidos para ganar esta guerra no es un caso excepcional en el estado actual de las cosas. Ya hemos visto que en Iraq las cosas tampoco han ido demasiado bien últimamente, los soldados del Tío Sam viven aislados en sus bases y, ahora también, con miedo a los misiles iraníes de los que no pueden defenderse. El proyecto de “cambio de régimen” en Siria tampoco ha cuajado. Bajo el paraguas ruso- iraní (Irán, siempre Irán una y otra vez, un enorme grano en el culo para Washington) al-Asad ha resistido y todo parece indicar que terminará ganando la guerra. La lucha se circunscribe actualmente a la provincia de Idlib, último bastión en manos de esos yihadistas de Al-Qaeda que aquí en Occidente gustamos de llamar “rebeldes”. La virulenta intromisión del poco fiable presidente turco Erdogan, tratando de impedir la debacle final de sus protegidos y de ese proyecto suyo que pretendía revivir la vieja gloria otomana, ha tensado la situación con Damasco y Rusia hasta límites insospechados. Pero ni él ni la ilegal presencia norteamericana en Siria harán variar el resultado fundamental del conflicto, el regreso de Rusia como potencia a tener en cuenta en Oriente Medio, y con los chinos moviéndose muy rápido tras su estela, y el claro debilitamiento de la posición de Estados Unidos en la zona. En la práctica otra guerra perdida, por mucho que los norteamericanos se obstinen en aferrarse al terreno ¿Cómo es posible que un país, cuyo gasto militar es superior al del conjunto del resto de naciones del planeta, sea incapaz de ganar guerras? No basta sólo con arrasar, matar y torturar; eso sólo funciona durante un tiempo. Podrán pasearse por donde quieran, pero los estadounidenses han demostrado que no entienden apenas nada acerca de cómo funcionan las sociedades de los países que atacan o invaden. Esa tal vez sea una de las razones de sus fracasos. Su prepotencia y su natural aislamiento geográfico los han desconectado del resto realidades y su visión del mundo es realmente estrecha.
Por no ganar Estados Unidos ni tan siquiera gana las guerras comerciales, pues en todo caso habría que decir que la que Trump desató contra China ha terminado dejando las cosas como estaban. La economía estadounidense creció por debajo del 3% y la gran trifulca con el gigante asiático puso en jaque el futuro de un gran número de agricultores de soja y maíz en el Medio Oeste americano, una de las bases electorales del presidente showman, al ver drásticamente reducidas sus exportaciones hacia China. Una vez más tocaba recular primero y mentir después, anunciando que el objetivo estaba conseguido. Tras el fin de la Guerra Fría el proyecto de hegemonía global de la “hiperpotencia” norteamericana se asentó en los pilares de la globalización financiera, el neoliberalismo como única doctrina político-económica posible y en el uso del poder militar para convertir a Estados Unidos (y sus satélites europeos) en la “policía” del mundo. Parecían pilares muy sólidos y, al entrar en el nuevo siglo, muchos decían que ese gran imperio mundial cuyo centro era Norteamérica estaba destinado a perdurar por siglos. Apenas 20 años después comprobamos que esos delirios imperiales hacen aguas por todas partes. El policía global resultó ser un matón, la crisis financiera de 2008 puso en evidencia un sistema que sólo trae inestabilidad económica y desigualdades crecientes, nuestro mal hacer ha terminado convirtiendo el Cambio Climático en una amenaza existencial para la civilización y, ya de paso, el mundo unipolar se está volviendo multipolar, con el ascenso de China y su asociación estratégica con Rusia. Es posible que pocos en los 90 lo hubieran predicho, pero así de impredecible puede llegar a ser el devenir histórico. Nadie puede saberlo, pero es posible que dentro de cien años o más se recuerde cómo empezó el declive del Imperio Norteamericano, en un rincón de Asia Central llamado Afganistán. La tumba de los imperios.
Para saber más:
El E-11A no era un avión espía corriente (Traducido por: Movimiento Político de Resistencia).
Postura estadounidense en el Medio Oriente: preparándonse para el desastre (The Saker).
Suleimani, un oscuro día de justicia (Guadi Calvo).
¿Por qué fallan las capacidades militares estadounidenses? (Eric Zuesse).
Se terminó la globalización: ¿qué hacemos ahora? (Manolo Monereo).