Cuando se instaura el gobierno de los tarados inevitablemente sobreviene el desastre. Eso es precisamente lo que hemos visto a lo largo de los últimos meses en Estados Unidos y también lo que estamos viendo estos días en la Comunidad de Madrid.
Si la pandemia de COVID-19 está asolando tu ciudad, ¿qué puedes hacer? ¿Movilizarte para exigir la contratación de más personal médico en la atención primaria, más rastreadores o más personal de enfermería y especialistas en los hospitales? ¿Reclamar que el gobierno autonómico haga caso de todas las recomendaciones científicas, que apremian para que se apliquen medidas más drásticas que frenen la extensión de los contagios? No. Lo mejor es irse a un parque y plantar 53.000 banderitas, que a buen seguro son de gran utilidad para contener a un virus.
El muy conocido y laureado film alemán El Hundimiento (Der Untergang, 2004) ilustra bastante bien lo que fueron los últimos días del nazismo. Con Alemania por completo devastada y el Ejército Rojo tomando Berlín calle por calle, los últimos residuos del Reich se resisten a aceptar una derrota inevitable. Encerrado en su búnker y rodeado de sus incondicionales, Hitler ha perdido toda noción de la realidad y se empecina en la locura de continuar con una lucha que ya no tiene ningún sentido. Todo se desmorona y reina una atmósfera de “sálvese quien pueda”, pero a pesar de ello el führer sueña con maniobras imposibles, que movilizarán a ejércitos inexistentes y que le permitirán retomar la iniciativa en el conflicto. Un estado de puro delirio que lo ha desconectado por completo del mundo real.
Lo que llevó a Alemania, y a Europa entera, a sumirse en la pesadilla de destrucción y muerte del nazismo lo explica bien Jules Evans, periodista y director del Centro para la Historia de las Emociones de la Universidad de Londres, en el artículo Nazis hippies: cuando los New Age y la extrema derecha se solapan. Normalmente no asociaríamos la astrología, el ocultismo, las medicinas alternativas, el vegetarianismo o el uso de drogas con los nazis, pero todas estas cosas entraban en el cuerpo doctrinal de la ideología de carácter pseudoreligioso que pretendían construir. Por supuesto había mucho más, como su obsesión por la pureza racial del pueblo ario y su pretendida superioridad con respecto a muchos otros seres infrahumanos (gitanos, judíos, eslavos, africanos…). Pero incluso este elemento, que es el más conocido, aparecía imbuido de un áurea ciertamente mística. Desde ese punto de vista los arios se presentaban como una especie de seres celestiales, enviados para combatir a las fuerzas oscuras compuestas por ejércitos de criaturas demoniacas (esas otras razas que debían ser eliminadas), y traer al mundo mil años de luz, paz y amor bajo el amparo del Tercer Reich. Salvando y mucho las distancias, pues el Legendarium del magistral Tolkien no iba por esos derroteros, algo así como la eterna lucha de los elfos de la Tierra Media (seres puros y sabios) contra los malvados y abyectos orcos, servidores de los poderes oscuros. Ver a los nazis como una especie de secta New Age, que rinden culto a la figura casi sagrada de su gurú y se entregan a todo tipo de creencias y comportamientos irracionales y delirantes, quizá nos ayude a comprender un poquito mejor lo que ocurrió. Llegado el momento todas estas ideas, que en un principio sirvieron para aglutinar a todo un pueblo en torno a un credo común, un líder y un destino manifiesto, terminaron convertidas en un auténtico cáncer que arrasó con todo en una espiral de sinrazón y demencia. Un continente en ruinas y decenas de millones de víctimas. Sin lugar a dudas los nazis fueron la más destructiva de todas las sectas de la Historia.
Pesábamos que, con las lecciones que hemos aprendido del pasado, estaríamos a salvo de tarados como Adolf Hitler. Sin embargo en los últimos tiempos, y más tras el estallido de la actual pandemia de COVID-19, hemos visto que seguimos estando a merced de la amenaza de sujetos arbitrarios y manifiestamente peligrosos. Personajes que viven en su propia realidad, la que se inventan porque les conviene, negando cualquier evidencia racional y despreciando abiertamente el sentido común aun a riesgo de provocar un daño terrible. Esto último no les importa lo más mínimo, ya que son incapaces de ver más allá de su propio ombligo, de reconocer que están equivocados, prefiriendo arrasar con todo antes que cambiar de opinión. Exactamente igual que Hitler y los nazis.
Tal y como se explica en el artículo Un país, dos pandemias (de Xulio Ríos), Estados Unidos se enfrenta hoy día a dos graves amenazas. La primera es por supuesto el nuevo coronavirus, que ya ha infectado a más de siete millones de personas y matado a más de 200.000. La segunda, por supuesto también, es Donald Trump. Bob Woodward, el conocido periodista y escritor que goza de una muy privilegiada posición desde donde poder relatar lo que sucede en el interior de la Casa Blanca, reveló recientemente que el presidente ya estaba debidamente informado desde primeros de año acerca de la terrible amenaza que se cernía sobre su país. Conocía el alcance del peligro porque ya en febrero varios informes de Inteligencia así lo alertaban, estaba advertido asimismo de las espantosas consecuencias que acarrearía en cuanto a coste en vidas humanas y era perfectamente consciente de que, si no se actuaba, nada impediría que el virus se propagara sin control por todo Estados Unidos. Lo sabía y así lo dejó claro en más de una ocasión, como así declara el citado periodista (ver por ejemplo el siguiente extracto traducido de una de sus entrevistas con Trump). Lo que sucedió a continuación bien lo sabemos, a fuerza de ningunear y despreciar la auténtica dimensión de lo que ocurría Trump y sus acólitos desataron la catástrofe. No nos engañemos, buena parte de la tragedia es responsabilidad suya. Obcecados como estaban en primar los intereses económicos por encima de las vidas humanas, han sumido al país en la peor crisis desde la Gran Depresión. Millones de desempleados, un número no menor de familias bajo amenaza de desahucio, pobreza creciente y los indicadores macroeconómicos en modo colapso.
¿Se sentirá el inquilino del despacho oval culpable de tanto sufrimiento y muerte? Los sociópatas no sienten culpabilidad ni empatía. Trump vive dentro de su propia burbuja, revolcándose en sus propias mentiras (toneladas y toneladas de mentiras), ignorando y despreciando a todo aquel que no le sigue el juego o ríe sus gracias, mostrando su carácter autoritario con mayor descaro a cada día que pasa y amplificando cada vez más un daño que podría haber sido claramente mucho menor si se hubiera actuado con determinación. Y no contento con eso su obsesión por aferrarse al poder, temiendo una derrota electoral el próximo noviembre, lo ha llevado a provocar una muy peligrosa fractura social que agudiza todavía más la crisis en la que está sumido Estados Unidos. Los infames asesinatos de George Floyd y Breonna Taylor desataron una oleada de protestas sin precedentes por todo el país. Protestas que se han enquistado, entre otras cosas, por la actitud del presidente y sus fanáticos incondicionales, que ven en todo ello una conjura de elementos ultra izquierdistas y antiamericanos que pretenden equiparar con terroristas que únicamente perseguirían la destrucción del país. Todo se conjuga en una especie de tormenta perfecta. La pandemia de COVID-19, la atroz crisis económica que la acompaña, años de abusos y muertes injustificadas por parte de una policía racista y militarizada (no sólo en su equipamiento, si no también en sus métodos de entrenamiento y mentalidad), el cada vez más abierto racismo de los violentos grupos de extrema derecha pro-Trump (que incluso se pasean armados hasta los dientes por las calles al más puro estilo paramilitar y cada vez son de gatillo más fácil), un presidente y un equipo de gobierno que no hacen otra cosa que echar más gasolina al fuego y, para terminar de rematarlo, un verano infernal que se ha saldado con la oleada de incendios más devastadora de la historia de la costa oeste de Estados Unidos (ver Fuego y furia como el mundo nunca ha visto -versión 2020-), amén de una desoladora megasequía que ya está golpeando con crueldad a los estados del sudoeste. La Norteamérica de Trump se parece cada vez más a una pesadilla distópica. Una nación gobernada por un loco que no atiende a razones y que ignora el horror de una realidad de la que es en parte responsable (por ignorar despreocupadamente la amenaza del coronavirus, por aferrarse al negacionismo climático, por avivar la violencia y el racismo de los elementos más reaccionarios de su sociedad y también por lanzarse a una política exterior de una irracional agresividad, no sólo contra sus adversarios más claros – China, Rusia o Irán -, sino también contra sus aliados) ¿Nadie ve los paralelismos de esta senda autodestructiva con la de la Alemania de Hitler?
Por desgracia aquí en España tampoco nos libramos de los tarados. Y buen ejemplo de ello es lo que ha estado pasando en la Comunidad de Madrid a lo largo de las últimas semanas y, más concretamente, con la delirante actitud del gabinete de gobierno de la presidenta Díaz Ayuso. Se veía venir como mínimo ya desde primeros de agosto, las señales de alarma se multiplicaban por todos lados y los expertos advertían de que había que actuar lo antes posible antes de que la trasmisión del virus estuviera por completo descontrolada. Mientras tanto, ¿a qué han jugado Ayuso y su pandilla? Obsesionados en no volver a cerrar la capital del país han dejado que la tasa de contagios se disparara a niveles estratosféricos (la incidencia acumulada en los últimos 14 días en Madrid – datos de finales de septiembre -, por ejemplo, ya se sitúa por encima de los 775 casos por cada 100.000 habitantes, una auténtica barbaridad) mientras no hacían absolutamente nada aparte de presentarse como las víctimas de la inquina del Gobierno central. El resultado, la Comunidad de Madrid presenta ya más del 40% de los casos de COVID-19 de toda España (contabilizando únicamente el 14% de la población) y las UCIs de sus hospitales ya están al 100% cuando lo peor está todavía por venir (como bien muestra esta entrada de CTXT). El gobierno autonómico madrileño en particular, y la dirigencia del PP con Casado al frente en general, han apostado por una guerra sin cuartel contra el ejecutivo de Pedro Sánchez, sin importarles lo más mínimo que la pandemia estuviera asolando el país y, muy especialmente, la capital. Una ciega estrategia de “no a todo” con el único propósito de desgastar y hacer daño, en la que los cadáveres que va dejando el SARS-CoV-2 a su paso son empleados como arma arrojadiza. Es la misma estrategia empleada años atrás cuando ETA seguía matando, sólo que ahora en un escenario amplificado y catastrófico en el que la amenaza se expande incontrolable, va dejando centenares de víctimas semana tras semana, caos por doquier y ruina económica. Jugar a la guerra en estos momentos parece la opción más irresponsable y peligrosa de todas.
Pero visto lo visto nuestra derecha cancerígena y cada vez más “trumpiana” no está por la labor de bajarse del burro, por mucho que éste vaya trotando directo hacia el precipicio. En las últimas dos semanas se ha escenificado un auténtico circo del esperpento, aderezado eso sí con muchas banderas de por medio. Cualquier cosa valía con tal de seguir llevándole la contraria al Gobierno central, por supuesto también jugar con la salud y la vida de millones de personas en la Comunidad de Madrid y las provincias limítrofes. A la injustificable tardanza en tomar algún tipo de decisión se sumó más tarde la adopción de medidas arbitrarias, sin criterio científico alguno, inútiles e incluso degradantes; como la de segregar barrios (por supuesto humildes) en los que se imponían restricciones, frente a otros en los que no, aun a pesar de que la trasmisión estuviera fuera de control en unos y otros. Da la impresión de que Ayuso y su pandilla han puesto todo su empeño en hacerlo lo peor posible para agravar más si cabe la situación ¿El objetivo? Ya se ha apuntado antes, presentarse como los únicos paladines capaces de pararle los pies al diabólico gobierno social-comunista y bolivariano de Sánchez, Iglesias y compañía, al que responsabilizan de todos los males habidos y por haber. Poco importa que, a estas alturas, su pretendida “cruzada” se haya convertido en un auténtico sinsentido que lastra gravísimamente la eficacia de todo un país a la hora de hacer frente a la mayor amenaza con la que ha tenido que lidiar en décadas. Diarios como el francés Liberation o incluso el conservador y neoliberal Financial Times, se han hecho eco de las sandeces y la errática conducta de la presidenta madrileña que, entre otras cosas, han hecho de España un lamentable ejemplo de cómo no se debe gestionar una desescalada y la llegada de una segunda oleada de contagios. Fuera de nuestras fronteras se asombran al pensar: “¡cómo son estos españoles!, que cierran los parques al aire libre y mantienen abiertos los bares y las casas de apuestas”. La lógica es lo de menos, mientras los cadáveres se amontonan y seguimos sin actuar de forma contundente y coordinada.
En todo este espectáculo surrealista y bochornoso el Gobierno central también ha tenido parte de culpa. Así ha sido por puro tacticismo político, pues esperaba que Ayuso se cocinara a fuego lento en su propia incompetencia. En otras circunstancias incluso se podría haber entendido, pero bajo ninguna manera en las actuales. A fuerza de dejar a la taradocracia madrileña al descubierto, en medio de negociaciones absurdas, cruce de reproches y una fatal pasividad, se llega demasiado tarde para evitar una nueva tragedia. Finalmente el Ministerio de Sanidad decidió intervenir para imponer restricciones, que no confinamiento, en diez municipios de la Comunidad (Madrid incluido), mientras Ayuso proseguía con su pataleo esta vez en los tribunales. Una vez más la sensación de que se ha actuado pensando en otros intereses antes que en la salud pública, mientras se seguía jugando a un juego demasiado peligroso, lo que hasta el diario británico The Economist ha definido como “bailar con la muerte” en una escenario dominado por “una política venenosa”. Una senda de locura, que va dejando innumerables daños colaterales por todas partes, de la que no parecen querer desviarse ni Ayuso ni Casado; el uno apoyando a la otra hasta las últimas consecuencias como si no hubiera más alternativas. Ambos criaturas engendradas por la factoría Aznar, que compiten en mediocridad y en declaraciones absurdas y contradictorias. Pero subestimar la capacidad destructiva de los mediocres es un error que se paga muy caro, sobre todo si estos tienen poderosos valedores que los respaldan. El Gobierno central quizá no haya entendido esto, o puede que sí pero tal vez le importen más sus cálculos políticos, y muchos inocentes terminarán pagando por ello.
Es inevitable comparar la actitud tóxica y dañina del gobierno autonómico de Madrid, y también de la dirigencia del PP, con las maneras de hacer política de Trump. La escuela de este último es como un veneno que se ha ido extendiendo por medio mundo. Un hálito maligno formado a base de odio, mentiras, actitudes rastreras, incultura, desprecio hacia el contrario o el diferente y buenas dosis de violencia. Una enfermedad anterior al COVID-19, pero que le preparó el terreno para acelerar el progresivo declive de Occidente. No nos engañemos, este nuevo fascismo tiene muchos elementos comunes con el antiguo y su sectarismo es uno de ellos. Tal vez ni la infección de Trump y todo su equipo de campaña por coronavirus sea capaz de detener esta oleada de irracionalidad, por mucho que hayan hecho el ridículo por su reiterado desdén hacia el “bichito”. Es más que previsible que el todavía presidente supere la enfermedad sin mayores percances, después de todo la tasa de letalidad es baja y una personalidad como él tiene a su disposición la mejor atención médica imaginable. De ser así puede que no sean pocos los que vean en su recuperación una señal mesiánica.
Ahí es donde entramos en uno de esos movimientos de extrema derecha surgidos al calor del trumpismo, QAnon, una especie de ejército de iluminados, gestado en las redes sociales, listo para enfrentarse a ese “nuevo orden mundial” en la sombra que pretende destruir su país y también a su presidente. Extremistas dispuestos a luchar contra “esos liberales pedófilos y satánicos” que controlan el “Estado profundo”, una lucha a la que pretenden darle un carácter de cruzada. Para Trump y muchos de los republicanos más reaccionarios son patriotas dignos de admiración, pero hasta el mismo FBI los ha catalogado como una potencial amenaza terrorista. Su discurso en general y las ideas que difunden a través de la redes contienen todo tipo de falsedades de lo más burdo e incluso elementos realmente delirantes, entre ellos la creencia de que existen grupos de diabólicos millonarios izquierdistas (en Hollywood y otros ámbitos similares) que se dedican a secuestrar niños, desangrarlos y depurar de la sangre así extraída algún tipo de misteriosa sustancia rejuvenecedora, que emplearían para prolongar sus vidas de forma antinatural. En este revoltijo de ultranacionalismo, supremacismo blanco, teorías de la conspiración, negacionismos de diverso pelaje, violencia incipiente y discursos religiosos al más puro estilo de los telepredicadores más exaltados, se suman los ingredientes necesarios para crear un movimiento realmente sectario. Y a esto debemos sumar otra serie de factores muy preocupantes. El primero que QAnon no es el único grupo extremista surgido en los últimos tiempos, varios más han ido apareciendo para sumarse a la constelación de organizaciones racistas y ultrarreaccionarias tradicionales (de las que el famoso Ku Klux Klan es sólo una más). El segundo que Trump no parece dispuesto a aceptar una derrota electoral, pues se ha dedicado a emponzoñar el ambiente durante meses difundiendo la idea sin fundamento de que se estaría fraguando un fraude en el voto por correo ¿Qué sucederá con unos resultados muy ajustados y si no hay garantías de que se produzca un traspaso pacífico de poderes? Tal y como explica la periodista Azahara Palomeque en este artículo, pisamos terreno desconocido, pues una situación así no se ha vivido antes. El conflicto puede estar servido y tal vez sea tarde para evitarlo.
A lo largo de la última década, con la crisis de 2008 como detonante, hemos visto el resurgir del nacional-populismo de extrema derecha, que ha venido acompañado de la proliferación, especialmente en redes sociales, de todo tipo de campañas tóxicas basadas en el uso de la mentira como arma de destrucción masiva con la que envenenar mentes y difundir el odio. Nuevamente conectamos con el nazismo y, muy especialmente, con las tácticas de su ministro de propaganda Goebbels. Hemos infravalorado la amenaza y podría ser imperdonable. Porque tal vez al principio no fueron pocos los que opinaron que Hitler era un tipo ridículo, con ese bigotillo, esas pintas y las locuras que proclamaba. Quizá se rieron hasta que la cosa ya no tuvo ni la menor gracia. Del mismo modo muchos rieron ante la zafiedad y la incultura de Trump, así como también ante las múltiples declaraciones estúpidas de Ayuso. Ahora quizá el asunto dé mucha menos risa, sobre todo tras los miles y miles de víctimas dejados por el SARS-CoV-2, al que personajes como estos le han allanado el camino. La Historia no tiene por qué repetirse, pero en el mundo ya han proliferado demasiados tarados con poder y capacidad para hacer un daño inmenso que, a cada día que pasa, nos sorprenden con sus incoherencias y su absoluto desprecio por el sentido común en particular y por el prójimo en general. Sociópatas sin paliativos, no se los puede llamar de otra manera.
El otro día vi un documental titulado El agujero de ozono: cómo salvamos el planeta. Es la historia acerca de cómo los científicos se dieron cuenta de que los clorofluorocarbonos (CFCs), productos industriales de uso masivo durante la segunda mitad del siglo XX, estaban destruyendo la capa de ozono, un escudo estratosférico que absorbía parte de la letal radiación ultravioleta procedente del Sol. Alertaron a la comunidad internacional, presentaron pruebas convincentes de la aterradora amenaza que se cernía sobre el mundo y, finalmente, los responsables políticos de entonces reaccionaron en consecuencia para dejar de producir tan dañinos compuestos. Un consenso internacional alcanzado pensando en el bien común. Aquello sucedió en los años 80, la época de líderes como Reagan, Tatcher o Gorbachov. Líderes que podrán gustarnos mucho, poco o nada, pero que entendieron el mensaje de advertencia lanzado por la Ciencia e hicieron lo que debían. Viendo la forma de actuar de muchos líderes actuales, ¿podríamos esperar una respuesta similar hoy día? La pandemia nos está dando en parte la respuesta, especialmente por los discursos negacionistas de la amenaza replicados por los Trump, Bolsonaro y compañía. Al igual que Hitler en su búnker, ante la disyuntiva de salvar a su pueblo o arrojarlo al abismo, podemos imaginar la opción tomada por los tarados de hoy día. Mucho me temo que no dudarán en elegir el abismo.
Kwisatz Haderach