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¿Hacia dónde vamos? Hay algo que no funciona nada bien en nuestra forma de pensar y actuar, en la cultura que domina nuestra forma de vida.  Es una especie de determinación morbosa en no querer cambiar de rumbo, aun a sabiendas de lo increíblemente desastroso que eso puede resultar. Elegimos la muerte de la civilización como opción de futuro porque no estamos dispuestos a renunciar a los excesos del presente.


La gráfica de arriba es un esquema simplificado de la involución o colapso de nuestra civilización según la conocida como Teoría de Olduvai, formulada en 1989 por el ingeniero estadounidense Richard C. Duncan. La curva representa la evolución de lo que se define como “Calidad de Vida Material” (CVM), un parámetro que relaciona la producción y uso de fuentes energéticas con el crecimiento de la población mundial. En esencia lo que viene a explicar es que, conforme se agoten la fuentes de energía de alto rendimiento y fácilmente extraíbles (básicamente los combustibles fósiles como el petróleo), será materialmente imposible mantener una civilización industrial y avanzada como la nuestra, con lo que el regreso a una fase no industrial (donde nuestro modo de vida involucionará drásticamente) será inevitable. Todo y que esta teoría es discutible, resulta muy ilustrativa a la hora de entender lo insostenible del actual modelo económico y productivo, que invariablemente no podrá mantenerse en sus actuales características de forma indefinida (Fuente: spanishprisoner.net). 

        Lo estamos viendo con el desarrollo de la actual pandemia de COVID-19. Cuando el nuevo coronavirus nos sorprendió allá a principios del mes de marzo, pensando que lo sucedido en China no nos iba a pasar a nosotros, lo achacamos a que no supimos ver lo que se nos venía encima. Reaccionamos tarde porque nunca habíamos vivido una situación similar, a la vez que así de compleja, también porque los chinos ocultaron durante demasiado tiempo información acerca del verdadero alcance de la enfermedad. Poner escusas y echarle la culpa a otros; puede funcionar muy bien para casos aislados por graves que éstos sean. Así justificamos determinadas actitudes tanto personales como colectivas, así como también ciertas políticas al más alto nivel. Pero esa estrategia inicial no puede sostenerse en el tiempo, sobre todo después de las sucesivas oleadas pandémicas (porque en realidad ha habido más de una) que se nos han echado encima desde el verano en adelante. Esto ha dado como resultado que, entre agosto y noviembre, el exceso de mortalidad en España se haya cobrado unas 23.000 víctimas de más (según las estadísticas del INE). Ya no podemos culpar de todas estas muertes a China, tampoco a eso de que nos pilló desprevenidos y no teníamos ni idea de lo que podía ocurrir. Tal y como señala Alberto Sicilia en su blog Principia marsupia, hemos terminado normalizando el hecho de que mueran cientos de personas diariamente a causa del SARS-CoV2 (una media de unos 300 fallecimientos al día durante el mes de noviembre). Y esto no es algo exclusivo de España, es más bien una actitud propia de muchas sociedades occidentales. La pasada semana Italia alcanzó los 700 fallecimientos diarios, mientras las calles y las tiendas se llenaban de cara a la campaña navideña. Mientras que en Estados Unidos, el país más golpeado por la pandemia, los desplazamientos para celebrar la festividad del “Día de Acción de Gracias” batieron récords anuales, a la vez que se detectaban una media de 160.000 contagios nuevos diariamente y la cifra de muertes con toda seguridad alcance las 300.000 antes de fin de año.

        No, el “no lo vimos venir” ya no vale como escusa, como tampoco es válido señalar a otros como los responsables. Permitir que la enfermedad siga infectando y matando a esta escala, mientras no se renuncia a ciertas actividades, es una elección por completo consciente, tanto a nivel de cada individuo (o grupo de individuos) como a nivel gubernamental. Entre hacer más sacrificios para impedir en la medida de lo posible un elevado número de muertes y no hacerlos para salvar “la economía”, “la Navidad”, “no renunciar a nuestra vida social” o lo que se nos ocurra, elegimos lo segundo. Elegimos la muerte de los otros. Es así de simple; una decisión que nace también del egoísmo y el individualismo que tan asentados están como valores en nuestra cultura. Occidente ha gestionado pésimamente la crisis de la COVID-19 y a la vista están los datos de incidencia de la enfermedad, la cifra de víctimas y la quiebra económica subsiguiente (que en un país como España, que ha organizado su economía en torno al turismo y el sector servicios, será mayor todavía). Que no hubiera medios, y menos aún que no dispusiéramos de los conocimientos científico-técnicos para afrontar la situación, tampoco resulta creíble. Eso podría valer para países en vías de desarrollo carentes de infraestructuras y personal con la formación adecuada, pero no para Europa y Norteamérica ¿De verdad no había otra forma de hacer las cosas? Asia bien lo ha demostrado. Dejando de lado a los chinos y su exitosa lucha contra la pandemia (pues, tal y como nos han repetido muchas veces, son muy comunistas, muy totalitarios, muy mentirosos y muy malos) ahí tenemos el ejemplo de Corea del Sur, otro país que detectó brotes masivos muy tempranos y que, a día de hoy, sólo ha registrado 526 muertes por coronavirus. O si no el más asombroso ejemplo de Mongolia, nación fronteriza con China con una infraestructura sanitaria no especialmente envidiable, pero que empezó a tomar medidas drásticas ya a finales de enero (cuando el resto del mundo sí que andaba todavía muy despistado) y todavía sigue sin registrar ni una sola muerte a causa de esta pandemia que tanto está asolando otras partes del globo (como ya explicaba BBC mundo el pasado verano, cosa que sigue sin cambiar en estos momentos).

        Así pues comprobamos que la calamidad no es el virus en sí mismo, sino más bien nuestra reacción ante el mismo. En vez de procurar salvar el mayor número posible de vidas, optamos por abandonar a su suerte (o mejor dicho a su muerte) a miles de ancianos en sus residencias, construimos infraestructuras innecesarias que tampoco harán mucho para frenar la pandemia (como hospitales que quedan a medio hacer, mal planteados y que se abren sin disponer cuanto apenas de personal que trabaje en ellos) o incluso decimos que esta enfermedad tampoco es para tanto, que nos es diferente a una simple gripe, y que hay que continuar con nuestra vida normal. Porque eso de aferrarnos a nuestro modo de vida, no querer renunciar a él, es algo muy propio de nuestra cultura y forma de pensar. Y lo es por mucho que, de seguir así, nos dirijamos directamente hacia el desastre. Como estamos viendo la pandemia de COVID-19 ha sido un perfecto banco de pruebas que ha demostrado hasta qué punto somos así, pero también las cada vez más visibles grietas e insalvables contradicciones de nuestro modelo civilizatorio. Lo del coronavirus no ha sido más que un pequeño toque de atención, porque lo que se nos viene encima es infinitamente más devastador y no habrá vacuna alguna para solucionarlo. Estoy hablando de la Crisis de todas las crisis, esa que aunará los efectos del Cambio Climático, la destrucción medioambiental a escala global, el agotamiento de recursos (muy especialmente las fuentes de energía baratas y fácilmente aprovechables) y, en definitiva, la insostenibilidad de un rígido modelo económico basado en la idea irracional de un crecimiento infinito en un planeta finito. Nos encontramos en el umbral de una era inquietante, donde las señales de alarma se multiplican por todas partes, al tiempo que nos esforzamos día tras día por ignorarlas. En palabras de la astrónoma india Priyamvada Natarajan, profesora en la Universidad de Yale (ver más extendido en este artículo):

      No tengo miedo a ningún fenómeno cósmico. Temo el Cambio Climático y el hecho de que, a pesar de que vamos entendiendo lo que le estamos haciendo al planeta, no movemos un dedo para revertirlo. Estamos paralizados. Siento mucha decepción con Estados Unidos. No sé cuántas catástrofes hacen falta para que actuemos.   

Sí, estamos paralizados ¿Pero por qué? A estas alturas parece innecesario extenderse mucho en que, de seguir así, vamos a un escenario con 3, 4 o hasta 5º C de calentamiento antes de fin de siglo; escenario que el ser humano jamás ha conocido (ni tan siquiera en tiempos prehistóricos) y frente al que no estamos preparados. El impacto que eso supondrá para nuestra civilización ha sido remarcado en infinidad de estudios y, a modo de resumen, el libro de David Wallace Wells “El planeta inhóspito” (Editorial Debate) es un buen recopilatorio de todos los horrores que nos esperan. Su lectura es muy recomendable a la vez que perturbadora. Pero, como bien se señalaba antes, el Cambio Climático no es ni mucho menos el único problema gravísimo que enfrentamos. Ojalá así fuera. La crisis climática viene indisolublemente unida a la crisis energética, provocada por una civilización y economía global adictas a los combustibles fósiles y que se han erigido usando éstos como cimientos. Más concretamente y sobre todo hablamos del petróleo, el principal y más versátil de todos estos combustibles y por ello del que más seguimos dependiendo. Elimina los cimientos y todo el edificio colapsará irremediablemente; ni tan siquiera valdrá que tratemos de sustituirlos por otra cosa (algo que desde luego no estamos haciendo ahora) para tratar de evitar ese colapso. Porque esa otra cosa quizá no sirva para sostener un edificio tan grande y la única solución posible pase por una demolición controlada de una parte del mismo para aligerar la presión sobre esos nuevos cimientos más endebles. En todo caso nos quedaremos habitando un lugar que ya no se parecerá a lo que antes teníamos, un lugar desde luego peor. Ese es el triste destino que seguramente nos espera.

Arriba el conjunto de los llamados “nueve puntos de inflexión” que amenazan con provocar una especie de efecto dominó en los sistemas ecológicos planetarios. Hacen referencia a la irreversible reducción de los casquetes polares, la fusión del permafrost en las tundras árticas, las sequías en la Amazonia, los megaincendios estivales que afectan a los bosques boreales, la mortalidad en masa de los corales de arrecife y la alteración de las corrientes oceánicas. Todos estos factores presionan a la vez porque están interrelacionados, dando como resultado que sus efectos se dejen sentir en todo el mundo y afecten a todos los seres vivos por igual, humanos incluídos (Fuente: climaterra.org). 

        Puede parecer exagerado y tremendista, algo así como la máxima expresión del pesimismo. Sin embargo en los últimos años la cultura dominante se ha caracterizado precisamente por todo lo contrario, la llamada filosofía del “pensamiento positivo”. Y, por extraño que pueda resultar, pensar siempre en positivo no necesariamente ha de tener resultados positivos, más bien podría ser al revés. Y lo sería porque no es más que una forma de autoengaño, mediante la cual nos convencemos de que encontraremos una solución, podríamos decir que mágica, a un problema mal planteado que en realidad es irresoluble ¿Cómo introducir diez litros de agua en una botella en la que sólo cabe uno? Por muchas vueltas que le demos no hay forma de resolver ese problema porque la premisa de la que parte es errónea. Lo es de la misma manera que pretender que la suma de 3 más 2 nos dé 4; plantear semejante problema no tiene ningún sentido por esa suma siempre va a dar 5 y no podrá ser de otro modo a no ser que renunciemos a todo tipo de lógica y queramos convencernos a nosotros mismos de que 3 más 2 es 4.

        Este es el punto de partida de otro libro muy recomendable e interesante, a la vez que alarmante por la realidad que nos muestra. Me refiero a “Petrocalipsis: crisis energética global y cómo (no) la vamos a solucionar” (Editorial Alfabeto) del físico y matemático, así como divulgador a través de su blog The Oil Crash (especializado en temas energéticos), Antonio Turiel Martínez. El autor lanza una advertencia demoledora en el mismo prólogo de su obra, jamás saldremos de la crisis iniciada en 2007-2008 porque fue el punto de partida de un declive mucho más prolongado en el tiempo, pues durará décadas, cuya raíz es el propio declive en la producción de petróleo convencional, la sangre que circula por las venas de nuestra civilización. Para ello se basa en datos aportados por organismos y agencias internacionales (como la IEA, la Agencia Internacional de la Energía), que nos muestran a las claras que el “pico petrolero” se alcanzó durante los años 2005 a 2006 y que, a partir de entonces, la producción de crudo convencional ha ido disminuyendo lentamente. Por crudo convencional entendemos ese petróleo “de toda la vida” que se extraía fácilmente y a un coste que lo hacía increíblemente rentable, pues su tasa de retorno energético (TRE) se situaba entre 25 y 100 (con la energía equivalente a un sólo barril se podían extraer entre 25 y 100, ¡un negocio más que redondo!). Pero esos tiempos ya se acabaron, al igual que los yacimientos petrolíferos más rentables y fácilmente explotables. Sí, todavía quedan en el mundo muchas reservas de petróleo o equivalentes, pero la gran mayoría son depósitos de difícil acceso (como por ejemplo los situados bajo lechos marinos a gran profundidad, que requieren fortísimas inversiones debido a sus elevados requerimientos tecnológicos) o de reducido rendimiento (como las pizarras y arenas bituminosas, que contienen relativamente poco crudo en un gran volumen de roca y, además, éste no fluye en absoluto, por lo que su extracción se vuelve muy costosa). La consecuencia de esto es que el precio del barril se encarece y, conforme la producción de crudo convencional continúe declinando al tiempo que las mejores fuentes no convencionales también se agoten, quedando al final sólo las más costosas de extraer o aquellas con una TRE paupérrima, entraremos en un círculo vicioso de encarecimiento del vital oro negro.

        Y es ahí donde se nos plantean dos problemas muy pero que muy serios. El primero es que el actual sistema económico no puede funcionar con normalidad con unos precios de barril de crudo demasiado elevados, pongamos que permaneciendo siempre por encima de los 100 o 120 dólares. En estos momentos el precio del barril de Brent (el de referencia) se sitúa un poco por encima de los 50 dólares, ciertamente bajo, pero eso es a consecuencia del parón económico mundial provocado por la pandemia. Ya que si algo nos ha enseñado la crisis que estalló hace más de una década, es que la economía mundial puede sufrir un shock si los precios del petróleo se disparan, tal y como empezó a ocurrir a partir de 2006 (coincidiendo curiosamente con el pico del petróleo convencional) llegando a un máximo por encima de los 146 dólares el barril en julio de 2008. Desde entonces los precios han entrado en una dinámica muy inestable, con periodos de alzas exageradas seguidos de otros de hundimiento. Todo esto tiene mucho que ver con la especulación en torno al conocido como fracking (ver por ejemplo este artículo), la técnica de fractura hidráulica para la extracción de crudo de las pizarras bituminosas, la gran apuesta estadounidense por la independencia energética. No obstante hablamos de una apuesta en la que los yacimientos se agotan a una velocidad asombrosa (para igualar la producción de crudo de un pozo convencional se precisan doscientos de fracking, teniendo en cuenta además que estos últimos dejan de ser rentables antes de cinco años), amén de que la rentabilidad llega a ser tan baja que las compañías extractoras muchas veces sólo llegan a cubrir las deudas con los ingresos de explotación. Depender de una base tan poco fiable no permite un crecimiento económico sostenido en el tiempo, ya que si el petróleo falla también falla todo lo demás. Y como es bien sabido sin crecimiento la sociedad que hemos creado no puede funcionar. Sencillamente está diseñada así, de la misma manera que un avión no puede sustentarse en el aire cuando su velocidad desciende por debajo de un determinado umbral.

        El segundo problema es incluso más preocupante, ya que en realidad todavía no tenemos alternativas viables al petróleo y no está nada claro que las vayamos a tener algún día. Ése es otro de los grandes temas del libro de Antonio Turiel, la falta de sustitutos energéticos que sean tan versátiles, rentables, abundantes y fáciles de trasportar, almacenar y usar como el oro negro. No nos engañemos, el carbón y el gas natural pueden ser abundantísimos, pero no nos harán el mismo papel que el petróleo ¿O acaso nadie se ha preguntado por qué este último sigue siendo el combustible fósil por excelencia? Si lo es no es por casualidad, ya que también es uno de los pilares fundamentales en los que se asienta la moderna industria química (la fabricación de los extendidísimos y problemáticos plásticos sólo una de sus facetas). A todo esto también hay que tener muy en cuenta que el uso de carbón, por ejemplo, es extremadamente contaminante, por lo que apostar por él para suplir al petróleo nos acercaría más rápido si cabe al abismo climático. Y en cuanto al resto de fuentes de energía, las que se usan y las que están en proyecto de usarse, nuevamente nos encontramos con el problema de la versatilidad y los costes. La energía nuclear convencional puede estar muy bien para producir enormes cantidades de electricidad, pero no tiene ni de lejos tantas aplicaciones como el petróleo y además tratamos con una industria pesada, compleja y, una vez más, de un alto coste por sus requerimientos tecnológicos (ver el artículo de este blog La energía más cara, y subvencionada, del mundo). En cuanto a las renovables, bueno, nos enfrentamos al mismo problema por mucho que resulten infinitamente menos amenazadoras que la energía nuclear convencional. Cierto es que tanto la hidroeléctrica como la eólica, no así las demás, pueden llegar a tener unas TRE muy elevadas, entre 80 y 200, pero como decía quedan muy lejos de la versatilidad del petróleo, al cual no pueden sustituir de ningún modo en según qué aspectos (valgan de ejemplo los trasportes aéreos y por mar). Por último tenemos la fusión nuclear, una fuente de energía con una potencialidad inmensa (se basa en un recurso prácticamente inagotable y promete unos rendimientos extraordinarios), pero que supone un desafío tecnológico de tal magnitud que la hará igualmente muy costosa. Nuevamente nada que ver con el petróleo, que se extrae sin más del subsuelo y se aprovechaba con relativa facilidad.       

Arriba evolución del consumo de los diferentes recursos energéticos a nivel mundial, que incluye una posible proyección hasta 2035. Como se puede comprobar, para mantener nuestra creciente demanda, necesaria también para sostener el crecimiento económico, seguiremos dependiendo fuertemente de los combustibles fósiles, especialmente del petróleo. Esto supone un enorme problema, no sólo en lo referente a las muy dañinas emisiones de dióxido de carbono, sino también en lo que al encarecimiento de estos recursos se refiere (Fuente: Naukas).

        Así pues nos enfrentamos a desafíos muy pero que muy serios que, irremediablemente, se complicarán más y más en las próximas décadas. Sí, como hemos visto, siguen sin haber alternativas viables que suplan nuestro insaciable apetito por el petróleo, que según las previsiones no sólo disminuirá sino que seguirá aumentando, nos enfrentamos a un problema sin solución si es que no variamos de rumbo. Y la resuloción de la ecuación podría pasar por algo tan indeseable como un colapso civilizatorio que haría de esta nuestra “era del petróleo” una anomalía histórica, tal y como refleja la controvertida Teoría de Olduvai, cuya gráfica más representativa encabeza el presente artículo ¿Pero estamos realmente en riesgo de colapso? El pasado año 2019 el investigador Luke Kemp, analista del Centro de Estudio del Riesgo Existente de la Universidad de Cambridge, estimó que la “vida útil” media de una civilización cualquiera rondaba los 336 años (ver Are we on the road to civilisation collapse?). Para ello tuvo en cuenta los seis factores que, a su entender, han provocado la caída de todas las civilizaciones históricas. Son los siguientes:

  1. Cambio climático. Las alteraciones en el clima se acompañan de sequías, inundaciones o periodos anormalmente fríos que comprometen la producción de alimentos a gran escala, necesaria para sostener a una población numerosa. Estas alteraciones también afectan a la vida silvestre, destruyendo temporalmente las cadenas tróficas, con lo que la depauperación se agrava. El Imperio Acadio (que existió en el siglo XXII a.C), el Romano o la civilización maya, colapsaron en parte (cuando no exclusivamente) a causa de cambios climáticos bruscos.
  2. Degradación ambiental. Que sobreviene cuando las actividades humanas ejercen una presión excesiva sobre los entornos en donde las civilizaciones se asientan. No hablamos solo de deforestación y extinción de especies a un ritmo sin precedentes, sino también de degradación de los suelos, desertificación y contaminación del agua y el aire. Casos paradigmáticos de colapsos debidos a una degradación excesiva del entorno los tenemos en las culturas polinesias de Nueva Zelanda (maoríes) y Rapa Nui (isla de Pascua).
  3. Desigualdad social. El análisis estadístico realizado por Kemp mostraba que, a medida que una sociedad aumenta su población, la oferta de mano de obra supera la demanda y el trabajo se precariza y se vuelve un bien cada vez más escaso. Si la estructura social es especialmente rígida, con una élite acaparadora de riqueza y poder y unas clases populares empobrecidas cada vez más numerosas, la situación puede llegar a un punto de no retorno en la que todo estalle. Es entonces cuando la agitación política, los desórdenes violentos y los conflictos civiles pueden llegar a extenderse sin control.
  4. Complejidad burocrática. A medida que una sociedad se vuelve más compleja y populosa precisa de un aparato burocrático cada vez mayor para poder funcionar correctamente. Este aparato burocrático afronta desafíos cada vez más complicados y difíciles de resolver conforme la sociedad crece y crece, hasta que todo termina colapsando por su propio peso. Los avances tecnológicos facilitan y mucho la gestión, permitiendo cotas de complejidad inimaginables hace uno o dos siglos, pero incluso así se termina llegando a un “techo de cristal” en el que toda burocracia se estrella al hacerse demasiado inmensa y, por tanto, ineficiente.
  5. “Los Cuatro Jinetes”. Guerras, desastres naturales, hambrunas y plagas. No son sólo la manifestación de la debilidad de una civilización en sí, sino que también pueden ser factores externos que den el golpe de gracia a una sociedad en apuros. Los primeros estados agrarios colapsaban rápidamente porque, tras las murallas de sus ciudades, la población se hacinaba junto a sus animales domésticos en condiciones ciertamente insalubres, lo que permitía la rápida propagación de epidemias mortíferas. A otro nivel observamos algo comprable con la actual pandemia de COVID-19, una enfermedad no especialmente letal de entrada, pero que ha golpeado a sociedades que ya estaban tocadas por la crisis de 2008, amplificando esos efectos bajo la forma de otra terrible recesión económica. En cuanto a las guerras, bueno, sobra decir que la tecnología de las armas nucleares permite hoy día la destrucción mutua asegurada de las potencias que decidan dar ese paso suicida.
  6. Mala suerte. En todo colapso habrá siempre un elemento azaroso, una compleja combinación de factores que hará que una civilización se hunda en un determinado momento y no antes o después. Es el llamado “efecto Reina Roja”, en el que distintos competidores luchan entre sí de forma permanente en un escenario siempre cambiante, por lo que su desaparición en cualquier instante es una posibilidad que nunca deja de estar presente. Esto implica que, por muy controlado que creamos que lo tenemos todo, siempre podrá presentarse cualquier combinación de circunstancias que nos aboque a un escenario de destrucción irreversible.

        Pensando en todos estos factores que llevan al colapso ¿Cuántos de ellos se dan en nuestra actual civilización globalizada, industrial, ultra tecnológica y “petrodependiente”? Este año 2020 puede pasar a la posteridad por algo mucho más trascedente que la pandemia provocada por el nuevo coronavirus. Un reciente estudio publicado por la revista Nature indicaba que, por primera vez en la Historia, la masa total de todas las cosas fabricadas por el ser humano, eso que también se ha venido a llamar la Tecnosfera, ya supera al peso de toda la biomasa (el conjunto de los restantes organismos vivos) global. Tanto terreno le hemos comido al mundo natural que tal vez ya hayamos pasado el punto de no retorno, pues al ritmo actual lo que todavía queda por destruir tal vez no nos dure demasiado. Dicho de una forma mucho más coloquial, “ya le hemos dado la vuelta al jamón” y nuestra voracidad no disminuye, por lo que nos lo zamparemos en un abrir y cerrar de ojos ¿Hay otro signo más evidente de hacia donde vamos? Con nuestros sistemas económicos y modo de vida gravemente comprometidos por las crisis climática y energética, con una degradación medioambiental que alcanza niveles desastrosos a escala global y con una inestabilidad creciente de la civilización en sí, cada vez más superpoblada y compleja. Y a pesar de todo ello, tal y como decía Natarajan, no reaccionamos y seguimos como paralizados. Es esta una parálisis muy cómoda, especialmente en las sociedades más opulentas, dado que nadie desea renunciar a todos esos asombrosos lujos que nos brinda nuestra forma de vida. Lujos sustentados en el petróleo, la ilusión del crecimiento ilimitado y en usar la Naturaleza como máquina expendedora a la vez que basurero. Sabemos que no puede durar eternamente, pero aun así nos obstinamos en no querer que la fiesta se acabe, arremetiendo contra los aguafiestas que quieren hacernos ver que ya debería haber acabado antes de que las llamas nos devoren. Porque el incendio está ahí y no podremos eludirlo. Una vez más, elegimos la muerte futura de toda una civilización antes que renunciar a los excesos de los que disfrutamos en el presente. Es una auténtica locura pero así nos estamos comportando.

        Uno de los fenómenos televisivos del pasado año fue la (casi) premonitoria miniserie francesa “El Colpaso” (L´enffondrement) que, a través ocho intensos capítulos grabados en plano secuencia, nos mostraba cómo se venía abajo el mundo que conocemos, mostrando asimismo cómo reaccionaban los distintos protagonistas a ese apocalipsis cuyas causas no se explican con claridad. La serie es dramática, tensa, entretenida y también en parte didáctica, porque nos muestra cosas que podrían pasar perfectamente. Sin ir más lejos el primer capítulo, titulado “el supermercado (día 2)”, es una secuencia de imágenes que recuerdan bastante a esos confusos días de marzo previos a la declaración del Estado de Alarma, cuando las masas acudían ansiosas a los supermercados a acaparar papel higiénico y todo tipo de víveres ¿Viviremos un colapso como el que se muestra en la miniserie gala? Probablemente no, pero por una única diferencia. En esa ficción todo sucede en cuestión de semanas y el declive de nuestra civilización seguramente será bastante más lento, prologándose durante varias décadas. Eso lo hará más difícil de percibir y también más peligroso, porque podemos terminar acostumbrados a ese lento deterioro hasta que un día, nuestros hijos o nietos, descubran que todo aquello que disfrutaron las generaciones precedentes se ha esfumado para siempre. Porque tal y como Antonio Turiel explica en su libro, estamos condenados a decrecer y, cuanto antes lo aceptemos, menos sufriremos en el futuro y mejor preparados estaremos para afrontar sus desafíos.

N.S.B.L.D