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A pesar de su nefasta fama como agentes portadores de enfermedades, el mundo necesita a los virus. He aquí un ejemplo concreto de su crucial importancia para la vida en la Tierra.

     Como no puede ser de otra manera ha sido el tema estrella al comienzo de este año 2020. La epidemia provocada por un nuevo tipo de coronavirus (agentes infecciosos similares a los que provocan la gripe o el resfriado común) se inició el pasado mes de diciembre en la provincia china de Wuhan y se ha extendido más allá de las fronteras del país asiático, registrándose ya casos en alrededor de una treintena de países (entre ellos España). En el momento en que escribo estas líneas hay unos 40.000 casos confirmados y alrededor de 1.000 fallecidos (en su práctica totalidad personas mayores de 50 años con dolencias previas, en especial problemas respiratorios). Tanto en un caso como en el otro el 99% de todos los afectados sigue concentrándose en China, donde según la propia Organización Mundial de la Salud (OMS) se están haciendo todos los esfuerzos posibles para contener la expansión de la enfermedad. De hecho, tal y como se explica en este artículo, una de las razones por las que vemos que el número de afectados parece crecer tan rápidamente, seguramente se deba al seguimiento y control tan exhaustivo que las autoridades sanitarias (tanto chinas como internacionales) están haciendo de la enfermedad. El genoma del nuevo virus se ha secuenciado en un tiempo récord, se están aplicando técnicas de diagnóstico rápido y cuarentena a una escala sin precedentes y científicos y profanos pueden seguir el progreso de las investigaciones casi a tiempo real. En un mundo interconectado por miles de vuelos diarios y trenes de alta velocidad un patógeno puede expandirse muy rápidamente, pero nuestros conocimientos y tecnología actuales nos permiten también seguirle la pista y combatirlo con más eficacia que nunca antes.
     Otra cosa muy distinta son los prejuicios y la ignorancia humana, que también se extienden muy rápidamente y que en ocasiones hacen pensar que hay cosas que apenas han cambiado desde los tiempos de las epidemias de peste bubónica del medievo. Bulos sin fundamento, reacciones de histeria irracional y todo tipo de teorías de la conspiración han provocado una pandemia global de mayor alcance incluso que la del propio coronavirus. El temor a las enfermedades, sobre todo si son nuevas, se alimenta del atávico miedo a lo desconocido, a aquello que no podemos ver ni controlar. Ese desconocimiento genera ideas distorsionadas, ya que para la inmensa mayoría de la gente los virus son unas entidades cuasi diabólicas que únicamente existen para provocar todo tipo de calamidades. Los que no surgen de la Naturaleza han sido engendrados en oscuros laboratorios, controlados por gobiernos o despiadadas corporaciones, que persiguen fines increíblemente siniestros. Es el mito hollywoodiense del “apocalipsis zombi”, replicado hasta la saciedad en sagas cinematográficas como “Resident evil” o películas como “28 días después” y “Guerra mundial Z”. Esta especie de mitología moderna ignora casi siempre el rigor científico acerca de cómo es el ciclo vital de los virus, cómo actúan en el interior de las células e interaccionan con los organismos anfitriones, a veces de formas increíblemente complejas y asombrosas. Es mucho lo que se puede encontrar acerca de esto si se tiene interés, pero para tener unas nociones básicas acerca de cómo funcionan los virus y cómo las células se defienden de ellos, recomiendo el excelente y muy divulgativo documental Viaje al interior de la célula (donde el “villano” es un agente con forma poliédrica recubierto de una especie de largas “espinas”, que curiosamente recuerda a un coronavirus).
     Puede que sean los responsables de ciertas enfermedades terribles, pero los virus llevan existiendo en este planeta desde hace miles de millones de años. Son probablemente casi tan antiguos como la propia vida y no les hacemos justicia si pensamos que únicamente desempeñan un papel negativo allá donde están presentes, que en la Tierra es en todas partes (salvo probablemente en los lugares donde no vive absolutamente nada). Hace ya un tiempo, en una entrada de este blog titulada Algunos virus buenos, ya expuse que los virus cumplen funciones muy importantes y beneficiosas (han co-evolucionado con todos los organismos y muchos se integran en sus genomas, los hay que actúan contra plagas e incluso contra otros virus e incluso se pueden emplear en terapias contra el cáncer). Este papel beneficioso es uno de los descubrimientos recientes más importantes de la Biología, una demostración de lo muchísimo que nos queda por aprender acerca de estas singulares entidades que se encuentran en la frontera entre lo vivo y lo inerte.

     No obstante la importancia capital de los virus a escala global sólo empieza a ser entendida ahora, cuando comenzamos a descubrir que son parte indispensable de los ciclos biológicos más importantes que se dan en nuestro planeta. Una muestra de esa inmensa importancia la tenemos en el trabajo realizado en 2013 por los profesores Marcos López Pérez y Francisco José Fernández, de la Universidad Autónoma Metropolitana Lerma e Iztapalapa (México), del que he extraído el esquema que preside el artículo (ver Metavirómica en masas de agua: pasado, presente y perspectivas futuras), así como también en los datos extraídos por la Expedición Malaspina 2010, cuyas conclusiones se publicaron en la revista Science Advances. En esencia lo que estas investigaciones vienen a decir es que los virus cumplen un papel muy importante en el Ciclo del Carbono en los océanos, pues liberan una cantidad descomunal de materia orgánica en el agua que queda disponible de esta manera para otros organismos. Dicha cantidad ronda las 145 gigatoneladas (miles de millones de toneladas) anuales ¿Cómo funciona este proceso? Básicamente está relacionado con la lisis celular (destrucción de las células tras el proceso de infección) de las bacterias, el fitoplancton marino y otros microorganismos víctimas de los virus oceánicos. Hasta hace unos años se pensaba que dichos virus se concentraban principalmente en las zonas costeras, donde la biodiversidad suele ser mayor, mientras que las aguas abiertas eran una suerte de espacio “libre de virus”. Ahora no obstante sabemos que estas entidades dominan en todas las aguas, presentándose en una abundancia tal que hasta cuesta de imaginar. Un ejemplo representativo extraído del artículo Océanos de virus. Se ha estimado que cada litro de agua de mar contiene ¡unos 10.000 millones de partículas víricas! Si multiplicamos eso por el volumen aproximado de agua que contienen todos los océanos, nos da la cifra de vértigo de 10 elevado a 31 partículas (un 1 seguido de 31 ceros o, dicho de otra manera, unos 10 quintillones). Resumiendo, en los mares puede haber más virus que estrellas hay en todo el Universo conocido. Tanto es así que, en términos de biomasa, sólo las bacterias superan a los virus como organismos más abundantes y, por el momento, han sido identificadas unas 200.000 clases distintas de virus marinos.

     Antes de alarmarnos y no querer volver a la playa cuando llegue el verano, para no sumergirnos en esa “sopa de virus” que es el mar, debemos tener muy clara una cosa. Esos virus siempre han estado ahí interaccionando con el resto de organismos del medio oceánico. De hecho en su mayor parte pertenecen al grupo de los llamados bacteriófagos, es decir, virus que infectan exclusivamente a bacterias, siendo los especializados en infectar algas (tanto unicelulares como macroscópicas) el segundo tipo más abundante. Se estima que diariamente el 20% de todas las bacterias marinas mueren por infecciones víricas, superando este proceso la depredación por otros organismos en aguas profundas (por debajo de los 600 metros). Esto evidentemente supone una trasferencia masiva de carbono al medio, tal y como se ha comentado, lo que facilita su inserción en los ciclos biogeológicos globales. Una de las partes más interesantes de este proceso impulsado por la acción de los virus es toda la cantidad de carbono que deja de liberarse al agua y después a la atmósfera en forma de dióxido de carbono, pues pasa a sedimentarse en el fondo marino en forma de detritos, que no son otra cosa que los restos de la lisis celular de incontables organismos infectados que han terminado muriendo.

     Ahí es donde entramos en el papel más sorprendente que los virus desempeñan en la Naturaleza, el efecto que su actividad tiene sobre el clima de la Tierra. Que los virus afectan al clima es otro de esos recentísimos descubrimientos de la última década que todavía no comprendemos bien del todo, pero algo se intuye con lo comentado en el párrafo de arriba. Sin todo ese carbono que termina en los lechos oceánicos gracias a la acción de los virus, la cantidad de éste presente en la atmósfera sería apreciablemente superior, por lo que viviríamos en un mundo mucho más cálido. Pero aún hay más. En ocasiones se producen explosiones masivas de fitoplancton que se extienden por grandes áreas del océano. Las principales responsables son dos algas microscópicas denominadas Emiliana huxleyi y Phaeocystis pouchetti, que proliferan eliminando a muchas competidoras. No obstante estas proliferaciones masivas se regulan naturalmente cuando los virus terminan infectando y matando a buena parte de estas algas unicelulares, con lo que pasado un tiempo el equilibrio se restablece. Lo interesante de todo esto es que, cuando todos esos microorganismos mueren en masa, se emiten a la atmósfera grandes cantidades de un gas denominado dimetil sulfuro o DMS (el proceso por el que esto sucede es un tanto complejo, pues tiene que ver con el metabolismo de las propias células, y no es cuestión de extenderse aquí explicándolo). Es sabido que el DMS es un compuesto que favorece la formación y acumulación de nubes, por lo que es de gran importancia en los procesos climáticos más esenciales. Se sabe también que las bacterias cumplen una función similar liberando cantidades importantes de este gas a la atmósfera. Las nubes no sólo son indispensables porque generan lluvia, su color blanquecino cumple también un papel muy importante en el albedo. Las superficies claras reflejan los rayos solares, lo que se traduce asimismo en que impiden un recalentamiento excesivo de la atmósfera, pues la energía del Sol sale “rebotada” de nuevo hacia el espacio y no se queda en la Tierra. A mayor cantidad de nubes en los cielos mayor albedo o, lo que es lo mismo, más energía solar reflejada que no provoca calentamiento. Si, como hemos visto, la acción de los virus oceánicos favorece la formación de masas nubosas por emisión de DMS, favorece asimismo que el planeta en su conjunto tenga un mayor albedo.

     Lo que son las cosas. Ahora va y descubrimos que una de las principales funciones de los virus en la Naturaleza es mitigar el calentamiento del clima a escala global, vía deposición de carbono en los fondos marinos y vía formación de nubes que reflejan los rayos solares. Así que, mientras nosotros estamos provocando un calentamiento excesivo debido a la quema descontrolada de combustibles fósiles (entre otras cosas), los virus forman parte de los sistemas naturales que ayudan a contener dicho calentamiento. Además de potencialmente útil de cara al futuro, por las posibles soluciones que podría plantear frente al Cambio Climático, este hecho es además una curiosa ironía. A lo largo de millones y millones de años los virus han estado regulando vía infección las poblaciones de innumerables organismos, influyendo en procesos biogeológicos y en el clima a escala global ¿No serán algo así como los “guardianes” del equilibrio del sistema Tierra? Me viene a la memoria el gran clásico de ciencia-ficción “La Guerra de los Mundos” de H. G. Wells. En la novela los invasores marcianos, muy superiores tecnológicamente, arrasan con la humanidad como paso previo a tomar posesión del planeta. Sin embargo, cuando todo parece perdido, terminan muriendo todos por exponerse a nuestro entorno y sus gérmenes, frente a los que no estaban inmunizados ¿No seremos nosotros los humanos como esos invasores procedentes de Marte? En términos de tiempo geológico acabamos de aterrizar y, a pesar de eso, en apenas un suspiro nos hemos multiplicado arrasando con buena parte de los entornos naturales y alterando el clima mundial. Hoy por hoy sólo las enfermedades nos contienen, aunque cada vez con menos éxito. Si el concepto original de “virus” (que antaño significaba “veneno”) define a un organismo terriblemente destructivo que se expande sin control, nosotros somos el peor de todos ellos. Los virus de verdad son en realidad todo lo contrario, entes perfectamente integrados en la Biosfera y sus ciclos, importantes engranajes en la maquinaria terrestre. Provocan enfermedades mortales, es cierto, pero han contribuido a hacer habitable este mundo. Con toda seguridad la vida en la Tierra tal y como la conocemos no sobreviviría sin ellos, aunque sí lo haría perfectamente sin nosotros. Desde este punto de vista, ¿quién es más necesario?

N.S.B.L.D.