Cómo son las cosas, en pleno siglo XXI y seguimos atrapados por nuestro pasado. El fantasma de las dos Españas está tan vivo que se pasea a sus anchas por todo el país a plena luz del día. Pero no por ello infunde menos temor.
Y es que después de 40 años de democracia y Estado de las Autonomías, ya bien entrados en el siglo XXI, va y descubrimos que la España de hoy sigue pareciéndose quizá demasiado en algunos aspectos a la de hace casi 100 años. Una nación inestable en la que dos visiones muy distintas, casi antagónicas se diría, siguen pugnando por imponerse. Una de estas visiones es la de una España monolítica vista como una versión ampliada del Reino de Castilla, donde el resto de identidades nacionales quedan reducidas a meras pinceladas folclóricas a exhibir en un parque de atracciones. Ésta es la idea de país propia de la derecha nacionalista española, que nunca terminó de asumir el modelo autonómico y lo aceptó por mera cuestión de compromiso. Y dentro de esta visión también tenemos a la España más negra, reaccionaria e intransigente. La España del crucifijo, el culto a la monarquía, las tardes de toros, el más rancio caciquismo y la exaltación de las viejas glorias del Imperio; una grandeza tan añeja que ya está por completo desfasada, pues el país pinta bien poco en el escenario internacional. No nos llevemos a engaño con los resultados electorales cosechados por las hordas neofascistas de Vox, como si la extrema derecha fuera un fenómeno nuevo por estas latitudes. Siempre han estado ahí porque son la herencia de cuatro décadas de dictadura franquista, tiempo en el que hicieron y deshicieron a su antojo porque España era su cortijo particular. Lo único que pasó durante buena parte de la democracia fue que el fascismo anduvo compartiendo piso con la derecha, llamémosla así, “institucional” (y por supuesto también increíblemente corrupta), por lo que se guardaron las apariencias tan bien que muchos creyeron que esta gente estaba en vías de extinción. Cuando Abascal y los suyos decidieron independizarse para montar su propio chiringuito, comprobamos que seguían siendo muchos o, mejor dicho, los de siempre pero ya sin su careta de falsos demócratas.
Y en esas andan los neofascistas, crecidos y campando a sus anchas porque siguen creyendo que el país les pertenece y a callar la puta boca todos los que no piensen igual que ellos. Lo que podemos esperar ya lo hemos ido viendo y es repulsivo. El pilar básico de su estrategia será el discurso del odio basado en las mentiras más burdas y descaradas, que sólo se creerán aquellos que han decidido creérselas anulando cualquier elemento racional. Racismo de la peor especie, machismo recalcitrante, homofobia, desprecio absoluto hacia el que no comparte sus ideas, violencia latente en todo aquello que dicen o hacen… Crispar, obstruir y envenenar el clima político. A eso se van a dedicar durante los próximos años, una estrategia destructiva a más no poder. Porque si una cosa queda clara de la derecha españolista, es que se comporta de forma profundamente antipatriótica cuando no está en el poder, buscando desestabilizar el país al máximo para hacer sufrir a todo el mundo con el objeto de doblegar voluntades. No es una estrategia nueva, pues todavía siguen con lo que podríamos denominar como “el chip de julio del 36”, la “gloriosa cruzada” de la que tanto se enorgullecen. Si les funcionó entonces les ha de funcionar siempre y no parecen dispuestos a salir de ahí. Ya se sabe, aquello de “únicamente a nuestra manera o lo mandamos todo a la mierda”.
Me llamó especialmente la atención durante la noche electoral cuando, uno de los portavoces de Vox cuyo nombre no recuerdo ahora, salió a reivindicar en medio de un clima de euforia generalizado que ellos venían para dar voz a la llamada “España vaciada”. Sí, esa España que, según decía aquel sujeto, había quedado empobrecida y marginada de tanto mimar a esos sucios y traidores nacionalistas catalanes y vascos. Cosa curiosa, se les olvida a estos salvapatrias que la España vaciada lo fue por culpa de las políticas del franquismo, que propiciaron el éxodo rural masivo a las ciudades, tendencia que ha proseguido hasta la actualidad por el abandono institucional. Las gentes de esa España profunda (que ahora quieren redefinir como “vaciada”) huían de la miseria y opresión degradantes en la que vivían, de ese mundo feudal tan magistralmente retratado por Miguel Delibes en su novela “Los santos inocentes”, donde los señoritos a caballo trataban a sus criados casi como si fueran animales. Cosa igualmente curiosa que ahora los nuevos señoritos a caballo pretendan salvaguardar los restos de ese mundo que antaño tiranizaron, y siguen tiranizando en algunos casos, y que tanto contribuyeron a destruir en aras del progreso y la modernidad. Como en otras tantas cosas (criminalizar ferozmente a menores por el hecho de ser extranjeros y presentarlos como una gravísima amenaza social, atacar a las feministas tildándolas de intolerantes y autoritarias, decir que el Cambio Climático es una gran mentira que no se sustenta en ningún dato científico…), el discurso de la extrema derecha sobre la España vaciada se sustenta en falacias y en mucho brindis al sol. Pero detrás de esa fachada no hay nada, sólo ruido para copar la atención y muchas ganas de vivir del cuento gracias a los sueldazos que cobrarán a partir de ahora a costa de todos nosotros.
¿Pero qué hay de la otra España, esa que creció a la sombra de la primera? Es la que entiende que vivimos en una nación de naciones, plural y progresista, de clara vocación republicana y que pretende romper de una vez por todas con la oscuridad del pasado que a día de hoy sigue persiguiéndonos. El proyecto de las izquierdas de este país siempre ha ido por ese camino, todo y que tras la Transición se asumió la herencia de ciertas estructuras procedentes de la dictadura para favorecer el consenso y la paz social. Fueron el bando perdedor de la Guerra Civil y, 80 años después de acabada la contienda, todavía mantiene el pulso frente a esa otra España que fue y sigue siendo su némesis. Durante las últimas décadas dicho pulso no fue más que la escenificación de una rivalidad que enfrentaba a unos y otros dentro del respeto a las estrictas normas del marco constitucional. La derecha a lo suyo y la izquierda y los nacionalismos periféricos arrancando reforma tras reforma, pero siempre respetando ese marco donde había ciertas cosas intocables. A saber, la monarquía, la indisoluble unidad nacional, un sistema económico predominantemente neoliberal pero con pinceladas sociales y un pacto de silencio tácito en torno a los crímenes del franquismo. Ésas eran las reglas del juego y casi todos aceptaban seguirlas, todo y que había actores violentos, como la banda terrorista ETA, que nunca las respetaron y aun así pretendían jugar. La España plurinacional y progresista, podríamos denominarla, se conformó con no desbordar este marco a modo de mal menor. Después de todo teníamos un modelo que, con todas sus imperfecciones, resultaba relativamente estable, representaba a la mayoría y garantizó el periodo de mayor prosperidad y bienestar de la historia de España. Tampoco debemos olvidarnos de eso.
Sin embargo llegó la Crisis de 2008, esa que ha hecho aflorar los peores fantasmas de Occidente, entre los que se incluye la franca decadencia de su modelo de dominación global. Después de aquel profundo shock todo cambió. A las penurias económicas y las políticas altamente impopulares impuestas desde el exterior, se sumó el descrédito al que se enfrentaron los dos grandes partidos (PP y PSOE) que habían sido pilares centrales del sistema básicamente bipartidista del Régimen del 78, por sus actuaciones en el gobierno y los innumerables escándalos de corrupción. El descrédito se extendió también a instituciones anteriormente incuestionables, como la monarquía, y unido todo ello a esos “problemillas” no resueltos que arrastrábamos de ese nuestro peculiar pasado dictatorial, provocó que las costuras empezaran a saltar una tras otra. La gente empezó a buscar respuestas más allá de ese marco constitucional que ya no era ni tan perfecto ni tan estable. Vinieron primero el 15M y partidos como Podemos, que cuestionaron abiertamente ese orden establecido en 1978 con intención de cambiarlo, lo que desagradó profundamente y puso nervioso al establishment. Después apareció el desafío soberanista catalán, más gente buscando respuestas de otra manera, en este caso con la escisión de una parte del territorio nacional. Eso suponía obviamente un ataque directo a una de las esencias mismas del sistema, la indivisibilidad del Estado. Y por último ha venido la reacción ultraconservadora, al calor de ese populismo de extrema derecha que se extiende como una epidemia por todo Occidente, engendrando personajes nefastos como Donald Trump, Boris Johnson, Matteo Salvini y, por supuesto, su versión ibérica, el señor Santiago Abascal. No por antagónicos todos estos fenómenos tienen un común denominador, nacen del descontento y el hastío hacia un sistema que ya no parece capaz de satisfacer las necesidades de la gente o que, simplemente, la ha defraudado.
Así hemos llegado donde ahora estamos. Las repeticiones electorales y los complicados panoramas que surgen tras ellas no son más una muestra de la grave crisis que enfrenta el modelo político, social y económico en el que vivimos. El fantasma de las dos Españas nunca se fue, tan solo ha permanecido agazapado a la espera de reaparecer con fuerza en el momento oportuno. Lo vemos diariamente en el crispado clima político que es también reflejo de la crispación que se vive en la calle. Posiciones irreconciliables, desprecio constante hacia el rival, intoxicación permanente a base de difamaciones y mentiras. El ambiente se va enrareciendo progresivamente y un rumor siniestro se deja sentir bajo nuestros pies. El edificio tiene muchos problemas, pero al menos parece que no se va a hundir. A no ser que llegue una nueva y brutal sacudida bajo la forma de otra grave recesión. Si esto sucede vete tú a saber lo que puede terminar pasando. No es por ser agorero, pero apuesto a que prácticamente nadie en 2007 podía imaginar cómo íbamos a estar ahora.
¿Cómo se puede reconducir la situación para no quedar atrapados por ese sangriento pasado de luchas fratricidas? El curso seguido por la crisis catalana muestra a las claras cómo no se deben hacer las cosas. Ignorar el problema primero y después tratar de sofocarlo por la vía policial y judicial, sólo lo ha hecho más y más grande. Así, algo que pudo resolverse aceptando sin más la reforma de un Estatuto de Autonomía, ha degenerado en un enfrentamiento en el que ambas partes se han ido volviendo más y más intransigentes. Porque no debemos olvidar que lo peor del nacionalismo catalán es que al final ha terminado pareciéndose al nacionalismo de la derecha española. Una parte importante de las élites conservadoras y neoliberales catalanas ha empleado el llamado procés como gran cortina de humo, para atornillarse al poder y proseguir así sin apenas oposición con sus políticas privatizadoras y de desmantelamiento del sector público. Al respecto es muy recomendable leer el artículo La ley Aragonés: el dedo que oculta la luna, de Eduardo Luque, donde se muestra cómo ha funcionado esta espectacular maniobra de prestidigitación. Desplegar en las calles el show de una independencia inviable, apelando constantemente a las pasiones y emociones más básicas, para distraer a todo el mundo y que no se diera cuenta de lo que se estaba haciendo detrás de las bambalinas. La estrategia ha dado resultado, de la misma manera que el discurso de la confrontación y el odio le funciona a la derecha españolista, y a la vista está en los resultados del 10-N. Unos y otros han salido reforzados.
Así que para evitar que el panorama nacional continúe deteriorándose se hace necesario apagar los fuegos, así como también neutralizar a aquellos que los mantienen encendidos porque les interesa. Porque su jugada es terriblemente egoísta además de irresponsable, ya que puede llegar el día en que el incendio se descontrole y termine destruyéndolo todo. En ese sentido la coalición que se anuncia entre PSOE y Unidas Podemos puede ser un buen inicio, todo y que llega tarde y sólo después de que Sánchez se viera al borde del precipicio. Hay señales claras de que una mayoría social desea esa vía, pues empieza a cansarse de tanta crispación, fake news y discurso incendiario que apela a los instintos más bajos. Como muestra comparemos los resultados de Vox y Unidas Podemos. A pesar de toda la cobertura mediática, el descarado blanqueamiento y normalización de su discurso (se nos insistía machaconamente desde no pocas instancias que eran “constitucionalistas”, no extrema derecha), el deliberadamente amplificado follón en Cataluña tras la sentencia del procés, el espectáculo televisado de la exhumación del tirano a pocos días de las elecciones y el descalabro de Ciudadanos, los neofascistas sólo han superado a Unidas Podemos en algo más de medio millón de votos. Y eso después de las innumerables cagadas de Iglesias y los suyos, el larguísimo desgaste que vienen sufriendo por la hostilidad que hacia ellos sienten la oligarquía y todos los medios que ésta controla, la mayor abstención en la segunda convocatoria electoral (que siempre afecta mucho más a las izquierdas) y la jugada secesionista de Errejón (que habrá plantado su “semillita”, pero no sabemos si terminará germinando o quedará en nada). Unidas Podemos ha demostrado que no es Ciudadanos, parece tener una base social mucho más sólida que le está siendo fiel. Así pues los resultados de la izquierda en general, incluyendo por supuesto al PSOE, sumados a los de otras formaciones (PNV, Bildu, ERC y otros partidos minoritarios), muestran claramente que la derecha vuelve a quedar lejos de una mayoría lo suficientemente amplia como para gobernar. Este desequilibrio en su contra se vuelve especialmente clamoroso tanto en Euskadi, donde en lo que a representación se refiere la derecha españolista ni está ni se la espera, como en Cataluña, donde su presencia es marginal (sólo 6 escaños de 48 y poco más del 19% de los votos), e incluso en Navarra, donde la alternativa derechista de raíces carlistas (Navarra Suma) queda claramente en minoría frente a las izquierdas y el nacionalismo (pues no llega al 30% de los votos). Quien no ve el problema es porque no quiere hacerlo.
Por el momento hemos conseguido pararle los pies al fantasma de las dos Españas. Pero esto no bastará ni mucho menos, porque puede volver en cualquier momento a la que nos descuidemos. Con semejante fragmentación parlamentaria, el escenario de bloqueo puede volver a presentarse con suma facilidad y entonces una segunda tormenta perfecta podría estallar. Una cosa está clara, la derecha hará todo lo posible con tal de entorpecer cualquier tipo de acuerdo y llevarnos a una situación insostenible. A buen seguro estos días vuelven su mirada con sana envidia hacia Bolivia, allí donde la derecha racista y ultracatólica, representada por esa minoría de origen europeo que concentra poder y riqueza en una país de mayoría indígena, ha llevado a cabo un golpe de estado en toda regla que ha pretendido disfrazar de renuncia a la presidencia de Evo Morales. Todo ello con el apoyo o connivencia de la infame OEA, instrumento al servicio del poder imperial estadounidense en la región, y tras una violenta campaña de desestabilización por parte de elementos ultraderechistas, a la que se sumaron la policía y el ejército. La nueva moda no es que los militares se hagan con el poder directamente, en su lugar se coloca a un civil, pero sigue siendo un golpe igualmente. América Latina también se encuentra atrapada en su propio pasado, pero a pesar de todo aún sigue luchando por escapar de él. En uno y otro caso esperemos no acabar como el personaje de la película mencionada al principio, Carlitos Brigante, que no logra escapar de ese pasado que al final termina destruyéndole (se me permite el spoiler, al tratarse de un film de hace más de 25 años). Porque el tópico que reza eso de que aquel que no conoce su historia está condenado a repetirla, es más cierto que nunca en los tiempos que vivimos.