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Vivimos tiempos agitados y convulsos, tiempos de cambio. La pandemia no ha hecho sino acelerar este proceso de cambio, en el que los viejos mitos que sustentaron el orden en el que nacimos, parecen estar desmoronándose.

10062020 ONLY FOR USE IN SPAIN
      Su imagen se ha proyectado como una larga sombra durante buena parte de mi vida, lo mismo que le ha ocurrido a casi todo el mundo en este país a lo largo de las últimas cuatro décadas. De pequeño, en el colegio (en aquel entonces la EGB), su fotografía nos contemplaba solemne desde lo alto, desde esa posición de privilegio encima de la pizarra, como si nos vigilara allí sentados en nuestros pupitres mientras el profesor enseñaba su lección. Sí, desde bien temprano nos inculcaron el respeto a su figura y a lo que representaba, una institución que nos amparaba a todos (o eso decían). En realidad la imagen de este señor estaba por todas partes. Literalmente, porque su efigie podía verse en las monedas de las antiguas pesetas y en los billetes de 10.000, por lo que todos lo llevábamos en nuestros bolsillos y carteras; de hecho seguimos llevándolo porque también aparece en las monedas de euro acuñadas en España. Y por supuesto lo veíamos aparecer a todas horas en televisión, solo o en compañía de su familia, desde donde se pregonaban de manera incansable sus innumerables virtudes. Artífice de la Transición, heroico defensor del orden constitucional y democrático tras el intento de golpe de estado del 23F, monarca modelo y ejemplar cuya imagen simbolizaba la defensa de la modernidad y de las libertades, hombre sencillo y campechano donde los haya… Obviamente estoy hablando del rey emérito Juan Carlos I de Borbón

      No sé, para ser una sociedad supuestamente democrática deberíamos haber sospechado antes, por mucho que en Europa hubiera otras monarquías parlamentarias. Porque a decir verdad eso de que la imagen de un señor aparezca reproducida por todos lados y que, además, los medios de comunicación se esfuercen día tras día en alabar su figura más allá de lo razonable, no suena demasiado democrático. Sí, más bien recuerda a esos tiranos de países en vías de desarrollo que instauran un culto a su personalidad. Sus fotografías y efigies invaden los espacios públicos y la propaganda del régimen se encarga de ensalzar y mitificar su figura a todas horas. Y esta comparación se hace más llamativa si cabe cuando tenemos en cuenta que al emérito no lo eligió nadie, nos fue impuesto, concretamente por el dictador que durante décadas tiranizó el país. La anomalía ha sido bien visible desde siempre, por mucho que nos inculcaran lo contrario. Durante tal vez demasiados años yo, al igual que otros muchos, aun alineándonos con los ideales de la izquierda republicana, aceptamos la institución monárquica como un mal menor, pues aseguraba (o eso creíamos) la convivencia entre las distintas sensibilidades y visiones políticas dentro del Estado. Eso que se ha venido a llamar el “Régimen del 78”, vamos, y que al menos garantizaba cierto nivel de derechos y libertades. Sí, había ciertas cosas que chirriaban. Entre ellas el casi intocable Título II de nuestra Constitución, que instauraba la inviolabilidad de la figura del rey, lo que en la práctica significaba que su campechana majestad estaba por encima de la Ley. Aun así y a pesar de esos chirridos el sistema tiraba para adelante, y nosotros con él, y con eso nos contentábamos.

      Pero el espejismo de la monarquía ejemplar, ese mito construido durante años desde las instituciones y los medios de comunicación serviles con el poder, se ha ido deteriorando con el paso de los años hasta llegar a los últimos escándalos, que lo han hecho implosionar. A día de hoy la monarquía está profundamente desacreditada ante millones de ciudadanos y yo me incluyo en ellos. Esto va mucho más allá de líos de faldas, polémicas cacerías de elefantes, problemas familiares que trascienden a la opinión pública o fastuosos regalos entregados por sátrapas de los regímenes feudales de Oriente Medio. Mientras la pandemia de COVID-19 golpeaba España con toda su crudeza y los muertos se amontonaban uno encima de otro día tras día, terminamos de descubrir la verdadera dimensión del entramado corrupto edificado por el rey emérito durante años. Tal y como irónicamente escribe el periodista Juan Tortosa en su blog Las carga el diablo, los Correa, Bárcenas, Rato, Zaplana, Camps o Rus (entre otros muchos) no son más que unos aficionados, unos “pringaos” por así decirlo. Cual capo mafioso Juan Carlos dirigía desde Zarzuela toda una trama de actividades ilícitas que incluía cobro de comisiones, cuentas millonarias en Suiza, evasión fiscal, sociedades fantasma creadas ex profeso en Panamá para poder hacer uso del dinero sin rendición alguna de cuentas e incluso un “sueldecito” de 100.000 € al mes (la razón de ser, entre otras cosas, de todo el entramado) con el que poder mantener su desorbitado nivel de vida (viajes, amantes, juergas, cacerías…) al tiempo que millones de españoles caían en la pobreza en los momentos más duros de la crisis que dio comienzo a finales de 2008.

     Resulta vergonzoso el silencio cómplice de la mayoría de medios de comunicación patrios en relación a este asunto, mientras la prensa extranjera se hacía eco de las fechorías del que fue cabeza del “clan de los Borbones” (notorio el titular del conocido diario inglés The Times, “Sexo, mentiras y cuentas bancarias suizas”). Como también resulta vergonzosa la extremadamente tímida respuesta de la justicia española en el caso, cuando la Fiscalía suiza plantea llamar a declarar al emérito por todo lo sucedido. Al final la magnitud del escándalo es tal que algo de sangre termina llegando al río y, en una operación de cirugía extrema, el actual monarca Felipe VI trata de amputar el miembro gangrenado para así salvar el resto de la institución que él mismo encabeza. El hijo aísla y margina al padre, o eso parece, y así la monarquía hispánica pretende dar una imagen de renovación; los palmeros de turno desde sus muy visibles pedestales mediáticos aplaudiendo a rabiar la “ejemplar medida” ¿Nada sabían en el entorno de la Casa Real de los sucios tejemanejes de Juan Carlos? ¿Ni tan siquiera su familia o sus más allegados? A decir verdad cuesta tanto de creer, sobre todo porque aparte del emérito hubo más beneficiarios de todas estas actividades, que afirmarlo suena hasta ridículo. Como ridículo es igualmente proclamar que el ex monarca cometió “errores”, porque diciendo las cosas por su nombre lo que hizo fue cometer delitos.

     Tal y como se explica en el artículo Crisis de sistema y rey canalla, los manejos corruptos del rey emérito quizá sean sólo la punta del iceberg de un problema de fondo mucho más grave y difícil de resolver; un problema de modelo de Estado. El mito de “la monarquía ejemplar, moderna, trasparente y democrática” se ha terminado desmoronando a ojos de buena parte de la ciudadanía (porque otros muchos han decidido seguir con la venda puesta, al tiempo que gritan para sus adentros: ¡Vivan las “caenas”!). Y eso es algo que va camino de convertirse en un irresoluble quebradero de cabeza, pues la vuelta atrás parece por completo imposible. Porque siendo claros en estos años la monarquía española ha quedado desnuda, mostrándose como lo que siempre ha sido, una institución que encarna la visión más reaccionaria y rancia de España. La Corona como principal estandarte de esa visión del Estado entendido como una ampliación del Reino de Castilla, donde todo queda supeditado a Madrid, y donde la Iglesia Católica, las familias aristocráticas, los grandes terratenientes, las oligarquías empresariales y los altos estamentos militares siguen haciendo y deshaciendo a su antojo. La figura del monarca los representa porque está ahí para blindar sus privilegios, para que todo siga tal y como está y nadie se atreva a entrometerse en sus asuntos. Es como si para esta élite nada hubiera cambiado desde el siglo XIX. España es un país que no ha conseguido liberarse de los fantasmas de su pasado, más bien los tiene atados como piedras al cuello y tal vez por eso termine hundiéndose con ellos en el abismo.

     El irreversible divorcio entre la monarquía y parte de la sociedad ya se hizo muy patente con la irrupción de la crisis catalana y el desafío soberanista que vino aparejado con ella. Felipe VI se alineó automáticamente con la línea más dura del nacionalismo españolista, dejando al descubierto el rostro más autoritario de la Corona. Emprendiendo esta vía sin retorno, que también era un recado para el resto de los nacionalismos periféricos que coexisten dentro del Estado (y no sólo un mensaje exclusivo para Cataluña), desde entonces la desconexión del monarca y su entorno con la realidad del país se ha hecho más y más patente. Buen ejemplo de ello es la reciente visita de los reyes a Las Tres Mil Viviendas del Polígono Sur de Sevilla, el barrio más pobre y degradado de España, un infructuoso ejercicio para tratar de hacernos creer que dicha desconexión absoluta no lo es. “Menos caridad y más trabajo”, coreaban algunos vecinos entre fuertes medidas de seguridad, al tiempo que se encontraban un barrio mucho más limpio y tranquilo que de costumbre. Inevitablemente me viene a la memoria una estrofa del tema “Mi balcón”, de la banda de rock (precisamente sevillana) Reincidentes, y que dice: “…que viene el rey quitad la mierda de la ciudad”. La canción pertenece al álbum “Sol y rabia”, editado en 1993. Han pasado 27 años desde entonces y, al menos en ese sentido, parece que no haya cambiando nada.

     Y es que la pandemia de COVID-19 ha acelerado tendencias que ya estaban en marcha antes de su estallido, tendencias que apuntaban a la caída de otros mitos mucho mayores y más asentados que el de la Corona española. En el escenario internacional asistimos día tras día al desmoronamiento del mito estadounidense, una superpotencia que, a la hora de enfrentar la amenaza del coronavirus, casi parece mostrarse como “superimpotente”. De la mano de su presidente showman, que infravaloró la crisis global con prepotente desdén, el país ha superado los 3 millones de contagios y las 135.000 muertes, haciendo de Estados Unidos la nación del mundo más afectada por la pandemia. Y a un ritmo de unos 54.000 casos nuevos diarios (según la serie histórica de las últimas dos semanas) la cosa puede ponerse muchísimo más fea de cara al otoño e invierno. Todo esto en un país en donde no existe una sanidad pública universal garantizada para toda la población, donde cerca de 30 millones de personas carecen de cobertura médica alguna y otras 58 millones se encuentran infraaseguradas (según datos de la ONG Public Citizen, ver el siguiente artículo).

     Lo que son las cosas. La gente de mi generación ha crecido encandilada por las fantasías que proyectaba esa formidable maquinaria propagandística que es la industria de Hollywood (maquinaria ahora ampliada con plataformas como Netflix, Amazon o HBO). De una u otra manera el mensaje que siempre nos llegaba era más o menos el mismo: “tranquilos, el Tío Sam y sus muchachos están aquí para proteger al mundo de cualquier amenaza imaginable (malvados regímenes comunistas, supervillanos enloquecidos que quieren dominar el mundo, terroristas de diverso pelaje, narcotraficantes, monstruos radiactivos, dioses babilónicos que atacan ciudades ayudados por muñecos gigantes que son la imagen corporativa de una marca de golosinas, asteroides en rumbo de colisión con la Tierra, zombis, alienígenas y, por supuesto, virus letales)”. El Vigilante global podía cometer errores, pero nunca bajaba la guardia y siempre estaba preparado para responder. Los “americanos” (como si el resto de gente que habita desde Alaska hasta Tierra del Fuego no fueran también americanos) son los más listos, los más guapos, los más fuertes, los más valientes, los más rápidos y, sobre todo, nunca fallan y al final de la película siempre ganan y terminan acabando con “los malos”. Este discurso no sólo forma parte de la esencia de su industria del entretenimiento, sino que también ha terminado impregnando todo lo demás, tergiversando incluso la perspectiva histórica. A día de hoy, por ejemplo, predomina la idea de que únicamente con la intervención estadounidense se pudo derrotar a la Alemania nazi, ninguneando descaradamente el papel fundamental que desempeñó la Unión Soviética en el conflicto.

      Ha tenido que llegar el SARS-CoV-2 para echar por tierra el mito de la infalibilidad y excepcionalidad estadounidenses. No sólo se ven incapaces de contener la pandemia dentro del país, mientras que lo único que parece primar es la economía y los intereses del gran capital, sino que en el escenario internacional no han liderado absolutamente nada, creando más problemas que otra cosa (retirar la financiación a la OMS es una buena muestra de ello). A la hora de la verdad, cuando una amenaza real se cierne sobre la humanidad, Estados Unidos ha fallado estrepitosamente, tal y como también lo ha hecho la Unión Europea. Lo único que ha quedado claro es que desde luego no podemos contar con ellos. La impotencia norteamericana frente a la pandemia de COVID-19 va pareja al progresivo debilitamiento de su hegemonía global, mientras China (país que sí ha sabido responder más enérgicamente a esta crisis) le va comiendo el terreno progresivamente en todos los aspectos ¿Hacia dónde miraba el mundo a la hora de aprovisionarse de respiradores, EPIs y demás material médico necesario? A estas alturas sobra decir que no hacia el oeste, sino más bien hacia Oriente. Y esto es sintomático de las rápidas trasformaciones que está sufriendo el escenario internacional, con diversas naciones euroasiáticas encabezadas por China tejiendo alianzas entre ellas mientras puentean el hasta ahora incontestable dominio económico y financiero estadounidense (al respecto recomiendo leer las entradas del blog El territorio del lince). Hasta los que han sido los más incondicionales aliados-vasallos de Estados Unidos están empezando a ser conscientes de este declive y buena muestra de ello es el discurso pronunciado el pasado 25 de mayo por el jefe de política exterior de la UE, Josep Borrell, en la Conferencia Anual de Embajadores Alemanes, celebrada en Berlín (ver aquí el discurso completo). Sus palabras no han trascendido demasiado por aquí, pero a continuación muestro lo más destacado de las mismas:

      Primero, vivimos en un mundo sin líderes donde Asia será cada vez más importante, en términos económicos, de seguridad y tecnológicos. Los analistas han hablado durante mucho tiempo sobre el fin del sistema liderado por Estados Unidos y la llegada de un siglo asiático. Esto ahora está sucediendo ante nuestros ojos (…). La presión para elegir lados (entre Estados Unidos y China) está creciendo. Como UE, debemos seguir nuestros propios intereses y valores y evitar ser instrumentalizados por uno u otro (…). China se está volviendo más poderosa y asertiva y su ascenso es impresionante y genera respeto, pero también muchas preguntas y temores (….), nuestras relaciones deben basarse en la confianza, la transparencia y la reciprocidad. 

Que alguien como Borrell dijera lo que dijo y donde lo dijo es muy significativo de los rápidos cambios que están teniendo lugar y que la pandemia ha acelerado todavía más. El eje atlántico, base del dominio global de Occidente después de la Segunda Guerra Mundial, empieza a hacer aguas cada vez por más sitios. Y esto es algo a lo que Estados Unidos, sobre todo de la mano de su actual presidente, está contribuyendo como nunca antes. Tal y como se muestra en el artículo ¿Podrá Washington detener el Nord Stream 2?, los comportamientos gansteriles de la administración norteamericana, respecto a este proyecto conjunto entre empresas rusas y de diversos países europeos, están generando cada vez más irritación entre estos últimos. Y esto es especialmente cierto para Alemania y, como botón de muestra, ahí van unas recientes declaraciones de su canciller Angela Merkel:

 …esa ley es una clara declaración de guerra de Estados Unidos (…), no vamos a retroceder.

Sorprende la contundencia del lenguaje empleado por la canciller. La ley a la que se refiere es un proyecto a iniciativa de varios senadores estadounidenses que impone sanciones a discreción para toda compañía que participe, directa o indirectamente, en el proyecto gasístico Nord Stream 2. En palabras similares se expresaba el ex canciller Gerhard Schröder (muy vinculado eso sí al gigante ruso de los hidrocarburos Rosneft), cuando hablaba de “el fin deliberado de la asociación transatlántica, un ataque a la economía europea…”. Conforme el matón global se debilita, más furibundas son sus reacciones. Aunque en esto hay algo más. Es obvio que las compañías norteamericanas que explotan el gas de esquisto obtenido mediante fractura hidráulica, un producto que a los europeos les saldría mucho más caro que el gas ruso (porque debe ser trasportado licuado en grandes buques metaneros y para su descarga y distribución precisa de costosas infraestructuras que aún no han sido construidas), están deseosas de que alguien les eche una mano para poder asaltar el mercado europeo. Llenar los bolsillos de unos cuantos senadores con generosas aportaciones, para que así redacten una ley a medida de tus intereses, no dice demasiado acerca del normal funcionamiento de “la ejemplar democracia americana”. Otro mito que se resquebraja, como también lo hace el de su presunta supremacía militar. Como tantas otras cosas esto quizá no trascienda lo que debería, pero en marzo del año pasado el denominado Center for a New American Security (CNAS), citando a analistas de un think tank denominado Rand, dio a conocer los resultados anuales de una compleja simulación de “juegos de guerra” desarrollada para analizar lo que sucedería si Estados Unidos se enfrentara a un conflicto armado (ya fuera convencional o nuclear) contra China y/o Rusia. Quien quiera explayarse más en el asunto puede leer el siguiente artículo del periodista y analista político mejicano Alfredo Jalife-Rahme, pero en esencia lo que estos “juegos” vendrían a mostrar es que los chicos del Tío Sam sufrirían una brutal paliza a manos de sus adversarios en prácticamente todos los escenarios (tierra, mar, aire, espacio e incluso ciberespacio), lo que sería especialmente cierto si Estados Unidos cometiera la estupidez de tratar de llevar el enfrentamiento al territorio de estos dos gigantes euroasiáticos.

      Pero el declive norteamericano tal vez sea más profundo de lo que imaginamos, por mucho que resulte muy difícil vaticinar lo que nos deparará el futuro. Demostración de ello ha sido el estallido social acaecido en el país, aun en plena pandemia, tras el asesinato de George Floyd el pasado 25 de mayo, un pobre hombre que a buen seguro no podría haber imaginado que terminaría convertido en todo un símbolo. A modo de gota que colma el vaso, el crimen policial ha desatado furibundas protestas que trascendieron incluso las fronteras de Estados Unidos y una furia iconoclasta (derribo de estatuas y otros símbolos) que viene a demostrar que las minorías raciales y amplios sectores sociales ya no están dispuestos a aceptar la herencia de un modelo social fundamentado en la discriminación. Un modelo hecho a medida de los hombres blancos, anglosajones, heterosexuales, de ideología conservadora y preferentemente cristianos. Si no perteneces a este exclusivo colectivo, o no defiendes sus intereses, corres el riesgo de ser tratado como un ciudadano de segunda clase.

      En el artículo Fuerza bruta (traducido por CTXT), el sociólogo de la Universidad de Columbia Musa al-Gharbi expone lo que ese modelo supone en lo que respecta a las actitudes de la policía estadounidense. Ahí volvemos de nuevo a otro de esos mitos ampliamente difundidos por la propaganda hollywoodiense y las series de televisión, el del “poli duro” que se salta las normas para acabar con los malhechores, pues no hay otra forma de enfrentar a esa chusma. Esa imagen está de hecho tan asentada que hasta la vemos como normal, agentes de gatillo fácil que sacan su arma a las primeras de cambio o no dudan en propasarse con los sospechosos para obtener de ellos lo que desean. Pero las cosas nos son tal y como nos las muestra el cine o la televisión. Las cifras de la violencia policial en Estados Unidos resultan muy llamativas: desde 2015 más de 5.400 civiles han muerto a manos de los agentes de la ley (una de cada quince iba desarmado) y, de media, cada año cerca de un millón de ciudadanos son víctimas de agresiones, abusos o amenazas por parte de la policía, en muchos casos de forma totalmente injustificada. Podría aducirse que tal agresividad por parte de los agentes se debe al hecho de que su trabajo es en extremo peligroso, después de todo Estados Unidos es un país donde casi cualquiera puede llevar armas de fuego y los tiroteos son algo frecuente. Sin embargo, tal y como al-Gharbi muestra (utilizando en este caso estadísticas extraídas de bases de datos de asociaciones policiales), las probabilidades de que un policía sea víctima de un homicidio, como resultado del ejercicio de su labor, son sólo ligeramente superiores a las del ciudadano estadounidense medio. De esta manera podemos afirmar sin temor a equivocarnos que ser policía en Norteamérica no es mucho más peligroso que ser taxista, dependiente de un supermercado u obrero de la construcción.

      Otro dato más para poner en perspectiva lo anterior. Cuando hablamos de ciudadanos negros las probabilidades de ser víctima de un homicidio son de media más del doble que las de un agente de servicio. Así que sí, en Estados Unidos ser negro es mucho más peligroso que ser policía. Esto explicaría en parte el estallido de las protestas encabezadas por el movimiento Black Lives Matter (las vidas negras importan) que, a pesar de los disturbios y saqueos, han arrastrado numerosas simpatías incluso más allá del país. Aunque también han desencadenado algo más, una reacción supremacista (la de los ciudadanos blancos que se sienten amenazados y agredidos) que busca equiparar a esos conciudadanos que salen a protestar con simples terroristas a los que habría que eliminar sin más. El presidente Trump, obsesionado casi en exclusiva con la reelección en un escenario desastroso dibujado por la pandemia, ha decidido ponerse al frente de dicha reacción supremacista. Su discurso de hace unos días a los pies del icónico Monte Rushmore, realizado ante un público entregado, no augura nada bueno. Señaló al enemigo interno a combatir y, fiel a su estilo neofascista, azuzó los fantasmas del odio y el miedo. Su actitud de confrontación puede agudizar una peligrosa fractura social que ya se está haciendo visible en el país, fractura que iría a peor si los resultados de las elecciones de noviembre son muy ajustados. Mientras tanto el resto del mundo es muy consciente de este panorama, del cada vez más agudo deterioro del poder y el prestigio de Estados Unidos. Una encuesta encargada por el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, que entrevistó a 11.000 personas de diversas nacionalidades dentro de la UE (ver este artículo), constató que muchos ciudadanos europeos opinaban que los norteamericanos “no habían hecho nada útil” para contener la pandemia de COVID-19 y que la imagen que tenían de Estados Unidos “había empeorado mucho” en los últimos años. El mito se desmorona y seguramente Trump no es el único culpable.

      Este año 2020 posiblemente pasará a la Historia como el año en que un virus aceleró el declive de Occidente y el ascenso de Asia. Y con el ocaso occidental también declinan muchos de sus mitos, como los surgidos en este caso de todos los dogmas ultraliberales que nos han estado inculcando durante décadas. Una vez más el SARS-CoV-2 ha evidenciado que necesitamos un Estado fuerte y muy bien dotado de medios, en especial en lo que se refiere a la Sanidad y los servicios asistenciales, para evitar que la sociedad y la economía en su conjunto colapsen como consecuencia de una amenaza imprevista como la que estamos enfrentando. Más allá de eso “los mercados” (esas entidades que tanto adoran los neoliberales) sirven de bien poco a la hora de hacer frente a dicha amenaza. Tan evidente está siendo que hasta un ferviente pregonero del neoliberalismo como lo es el premier británico Boris Johnson, en unas declaraciones realizadas el pasado 30 de junio en una emisora del país, afirmó que se necesitaba “un enfoque rooseveltiano en el Reino Unido” para superar el descalabro económico generado por el COVID-19. El bueno de Johnson se ha vuelto keynesiano y aboga por un New Deal a la inglesa (fuertes inversiones en infraestructuras y en el sector público) para salvar la situación. Quién lo hubiera dicho hace unos meses.

      Y es que esa filosofía basada en los mitos del fundamentalismo del libre mercado ha demostrado su capacidad para generar graves problemas. Volviendo a la actualidad nacional esto ha quedado muy patente a raíz de los peligrosos rebrotes de la enfermedad en Lleida y Huesca. Ya en mayo ONGs y diversas asociaciones en defensa de los inmigrantes alertaban de la “bomba de relojería” que podía estallar en las comarcas que ahora son centro de preocupación y han vuelto a quedar confinadas ¿La razón? En primer lugar a finales de abril ya se registraban brotes alarmantes en los macromataderos de la localidad oscense de Binéfar, lugares en donde no se estaban respetando en absoluto las recomendaciones sanitarias para evitar contagios (falta de EPIs, trabajo sin respetar la distancia de seguridad, higiene deficiente…) y en donde se emplea mucha mano de obra inmigrante debido a los bajos salarios y las malas condiciones laborales. A este primer foco se le unió después el empeño de la patronal frutícola leridana por disponer de cuantos más temporeros mejor, que acudieron en masa al Segriá a la espera de poder trabajar como todos los años en la campaña veraniega de recogida de fruta (destinada mayormente a exportación). Pero claro, estamos en el año del coronavirus y eso lo ha cambiado todo. Que tu agroindustria se sustente en la explotación de inmigrantes subsaharianos a los que se les pagan salarios de miseria y que deben vivir durante esos meses en condiciones deplorables, cuando no dormían en la calle como todos pudimos ver, es incompatible con el control de una pandemia con potencial para expandirse con una facilidad asombrosa. A esta tormenta perfecta hay que añadirle la dejadez de la Generalitat catalana (en manos del muy neoliberal Quim Torra), que aun sabiendo lo que podía ocurrir no destinó los medios necesarios a la Atención Primaria ni al rastreo de contagios.

     Así llegamos a donde ahora estamos, con dos provincias en las que la trasmisión comunitaria parece estar fuera de control. El recurso fácil en tiempos de populismo ultraderechista es tirar de racismo y echarle la culpa a “los negros”. Pero los temporeros no aparecieron por aquellas comarcas para hacer turismo y todo el mundo sabe para qué son necesarios, quién los busca y en las condiciones en las que viven y trabajan. Si en este país existe un “efecto llamada”, éste es provocado por los empresarios del sector hortofrutícola y con él regresa la amenaza del SARS-CoV-2. Una vez más los efectos perniciosos de esta mentalidad neoliberal-fascista, que busca explotar a los más vulnerables para maximizar beneficios, han quedado al desnudo. Lo sucedido en Aragón y Cataluña podría repetirse en otras muchas partes a lo largo de los próximos meses, pues este modelo explotador de la agroindustria hace funcionar también las campañas de la vendimia en septiembre y octubre, las de los cítricos del Levante sobre todo a partir de noviembre, la de la aceituna por toda Andalucía en invierno y las de los invernaderos de Huelva y Almería en primavera. Si no se garantizan una condiciones de trabajo mínimamente seguras para los temporeros y estos terminan alojados como siempre en unas condiciones terribles y muy insalubres, los rebrotes incontrolados se reproducirán por todas partes. No será culpa de los inmigrantes, será culpa nuestra y, aquel que no esté de acuerdo, que se vaya a trabajar al campo por lo que ellos cobran y que se ponga a vivir como ellos viven.         

     Esta pandemia ha llegado para trastocar nuestras vidas y hacernos ver que somos mucho más vulnerables de lo que creíamos. Pero también ha llegado como una lluvia que lava el polvo de todos esos mitos que encubrían realidades que han quedado desnudas. Instituciones caducas que huelen a podrido, potencias en declive y un modelo económico depredador, destructivo y cada vez más ineficaz. Es muy posible que la lluvia no elimine el polvo por completo, que mucho quede todavía después de este terrible chaparrón. Pero la sensación de que ya nada volverá a ser igual es cada vez más fuerte. 

Kwisatz Haderach