El escenario dibujado por la pandemia y la feroz polarización en las últimas elecciones presidenciales, nos lleva a un terreno desconocido en el que Estados Unidos parece comportarse como un imperio en declive, que se debilita en el escenario internacional a consecuencia de los males que lo consumen desde dentro.
A lo largo de estos últimos días nos hemos cansado de ver mapas como éste, que muestra la situación (suponemos que prácticamente definitiva) a día 14 de noviembre. Se observa que el voto demócrata se concentra principalmente en las costas atlántica y pacífica, así como también en la región de los Grandes Lagos, mientras que los republicanos dominan en el centro del país y el medio-oeste, así como en la mayoría de los estados de sudeste. Esta división no es nueva, amén de que siempre hay estados que fluctúan y suelen resultar decisivos (los llamados estados “bisagra”). Sin embargo con la llegada de Trump y todo lo que llevó aparejado su modo de hacer política, la división entre estas dos américas se ha exacerbado hasta niveles impensables hace sólo una década, augurando un escenario que puede llegar a ser peligrosamente conflictivo (Fuente: BBC mundo). |
Cómo puede llegar a cambiar el mundo en el trascurso de una vida humana, o incluso la mitad de ella. Recuerdo allá por la década de los 90 del pasado siglo cuando, en la cúspide de su poder imperial y su arrogancia, los norteamericanos cacareaban su incontestable superioridad después de proclamarse vencedores de la Guerra Fría. El espectacular colapso del bloque soviético tuvo su evidente repercusión en el séptimo arte, por ejemplo a través de películas como El pacificador (1997) o Marea roja (1995), entre otras. En ellas se nos mostraba a la superpotencia derrotada, la Rusia post soviética, como un polvorín a punto de sumirse en el caos. Perdida ya por completo su anterior gloria, sólo quedaban las ruinas de un imperio y de ellas surgían todo tipo de amenazas para la paz y la estabilidad mundiales (generalmente bajo la forma de algún descontrolado radical que se hacía con armas nucleares o algo parecido). Era entonces cuando hacía acto de presencia el Tío Sam, ese vigilante global que siempre venía a salvarnos, mandando al otro barrio a todos “los malos” que querían hacer de este mundo un lugar peor y mucho más peligroso. Menos mal que, al finalizar su trabajo, todos podíamos volver a dormir tranquilos a la sombra de las barras y estrellas. Tanto se ha dedicado la industria propagandística de Hollywood a pregonar esta idea, que la excepcionalidad y superioridad estadounidenses se mostraban casi como una ley natural insoslayable, al igual que la gravedad o los principios de la termodinámica. Estados Unidos era y sería por siempre el faro de la libertad iluminando al resto del globo, obnubilándonos con su fulgor, un sólido pilar al que aferrarse cuando todo lo demás se desmoronaba. Pensar que podía ser de otra manera era sencillamente inconcebible.
Sin embargo las cosas han cambiado mucho desde aquellos “felices 90”, cuando los sumos sacerdotes del credo neoliberal proclamaban a los cuatro vientos “el fin de la Historia”. A partir de entonces y por siempre únicamente habría una única superpotencia rigiendo los destinos del planeta, imponiendo su globalización financiera como paradigma, ese que reflejaba la imagen de una sociedad de triunfadores nadando en la abundancia. Aquel sería un mundo hecho a la medida de los intereses de la hegemonía estadounidense y las élites que la representaban, un mundo donde esa hegemonía se sustentaría en base al incontestable poderío militar de esta única superpotencia global ¿Cómo imaginar que el mayor imperio de la Historia podría implosionar desde dentro? O que la pretendida solidez de su sistema enmascarara ciertas debilidades que se han ido agravando más y más con el paso del tiempo. Y, sin embrago, casi tres décadas después de que Estados Unidos se declarara ganador en la carrera de fondo de la Guerra Fría, eso es precisamente lo que parece estar pasando. Las señales de advertencia se veían venir desde la gran crisis de 2008, que puso en evidencia la inestabilidad inherente a un modelo económico fundamentado en los casinos financieros, pero la llegada de Trump a la Casa Blanca en 2016 y la actual pandemia de COVID-19 han terminado de confirmarlo. El gigante norteamericano está pasando por serios apuros y no es algo meramente coyuntural, que desaparecerá tan pronto como ha venido, sino más bien un problema de raíz que quizá no tenga solución o, cuanto menos, no una que sea sencilla. Porque si una cosa parece cierta, es que esto va muchísimo más allá de que el despacho oval esté ocupado por un sujeto zafio y de ideas retrógradas, que ha hecho de su autoritarismo, el uso masivo de la mentira y los discursos de odio elementos distintivos de su mandato. Y también va mucho más allá de la propia pandemia, provocada por un nuevo virus que tal vez nos pilló un tanto desprevenidos y ante el cual los norteamericanos no supieron responder debidamente. Como decía eso son aspectos coyunturales y el problema de fondo no va a desaparecer cuando ambos hayan dejado de existir (si es que lo hacen en los próximos años).
¿Una exageración? Sólo habría que hacer una descripción somera, aportando una serie de datos, para mostrar en qué situación se encuentra actualmente la sociedad estadounidense. Es lo que el analista Marc Vandepitte califica como un “cementerio social” (ver ¿Puede Biden revertir el declive de su país?). Los datos que arroja la pandemia únicamente son el aperitivo de lo que se esconde detrás, pero ya de por sí dicen mucho. A finales del mes de noviembre la cifra de víctimas ya supera el cuarto de millón, con más de 11 millones de infectados en total (que sepamos a ciencia y cierta) y una cifra de nuevos contagios que vuelve a superar el millón en la última semana. Estados Unidos representa aproximadamente el 4% de la población mundial, pero acumula alrededor de la quinta parte de los fallecidos por coronavirus desde el inicio de la pandemia ¿Cómo es posible que la nación más poderosa de la Tierra no haya sabido gestionar mejor esta crisis? Parte de culpa la tiene por supuesto la errática conducta del presidente Trump, que menospreció la amenaza en no pocas ocasiones llegando incluso a realizar declaraciones que daban vergüenza ajena. Pero tal y como se ha dicho detrás hay mucho más, un desastre que llevaba años gestándose antes de que el magnate showman se hiciera con el poder. Porque en su país el 58% de los ciudadanos vive al día sin poder ahorrar ni el más mísero centavo, teniendo muchas veces que concatenar dos y hasta tres trabajos simultáneos para poder sobrevivir. Otra cifra considerable, unos 130 millones de personas (lo que podemos calificar como “clase media”), se ve incapaz de afrontar un gasto imprevisto superior a los 400 dólares (porque tampoco dispone apenas de ahorros), mientras que unos 80 millones se ven obligados a posponer tratamientos por problemas médicos graves al no poder asumir los elevadísimos costes de un sistema sanitario por completo privatizado. Es más, cada vez es más normal que muchos mayores de 65 años no puedan jubilarse, pues sus pensiones no alcanzan para mantenerlos (en caso de que las tengan), por lo que trabajan hasta el final de sus días ¿Nos sorprendemos tanto ahora del impacto del SARS-CoV-2 en Estados Unidos? Es un hecho que los estándares de vida se han deteriorado en el país. La esperanza media de vida se sitúa en torno a los 78 años, una de las más bajas entre los países desarrollados (en España por ejemplo es de 83 años). Y el coste de la vida se ha incrementado hasta niveles cada vez más difíciles de asumir. Hace 35 años un ciudadano medio con estudios secundarios debía trabajar de media unas 30 semanas anuales para cubrir las necesidades básicas de una familia de cuatro miembros (vivienda, salud, trasporte y educación), pudiendo ahorrar o dedicar el resto de ingresos a otros menesteres. En 2018 cubría esos mismos gastos básicos trabajando 53 semanas al año, es decir, que a esa familia no le queda nada que poder ahorrar porque un año no tiene más semanas. Todo esto, no lo olvidemos, en un país con unos niveles de desigualdad obscenos. El 0,1% de la población, la élite de súper ricos, concentra en sus manos tanta riqueza como el 90% restante de sus habitantes.
A cada día que pasa el mitificado “sueño americano” se va pareciendo más a una pesadilla distópica. Una pesadilla en la que también entran en juego la violencia y la criminalidad. Cada 15 minutos una persona muere por arma de fuego en Estados Unidos, una cifra que está muy pero que muy por encima de la media, por ejemplo, de los países de la Unión Europea. En 2017 su tasa de homicidio intencional se situaba en 5,3 muertes por cada 100.000 habitantes, mientras que en España dicha tasa era de 0,7 (una cifra siete veces y media inferior). Esta violencia se traduce en una proporción exagerada de población reclusa, de las más elevadas del mundo, con un total de 6,7 millones de personas bajo supervisión correccional (encarceladas, en libertad condicional o bajo arresto domiciliario) ¿Un sistema penitenciario, que sigue incluyendo además la pena capital, eficiente? Que cada uno extraiga sus propias conclusiones. No, el mal ya estaba ahí antes de que Trump lo amplificara todavía más hasta llegar a la situación crítica que ahora vemos. Él sólo ha exacerbado el racismo, las desigualdades, la injusticia social, el trato degradante a los inmigrantes y otras minorías y, en definitiva, todos esos aspectos negativos inherentes al modelo social ultraliberal norteamericano. Porque hasta la propia democracia está quedando vacía de contenido. Eso bien lo muestra el interesante documental Democracia en venta, que nos enseña hasta qué punto dependen los candidatos (ya sean a elecciones a nivel estatal o federal) de la financiación privada para poder sacar adelante sus campañas. En esencia, si no tienes un poderoso valedor que use su dinero para auparte a un cargo público, tienes escasas posibilidades de éxito; lo que se traduce en que, más tarde, dicho valedor vendrá a cobrarse sus favores. El régimen político estadounidense se parece cada vez más a una plutocracia en extremo corrupta en la que la voluntad popular es tenida muy poco en cuenta.
Es ese deterioro a todos los niveles lo que llevó a Trump a la Casa Blanca en 2016, impulsado por el descontento de una clase trabajadora (compuesta principalmente por ciudadanos blancos) que se estaba viendo desposeída de esa prosperidad relativa que antaño disfrutó. Sin embargo lo que vino después no fue mejor. Porque, tal y como hemos dicho, con el presidente showman el deterioro se agudizó incluso más. La pandemia vino para agrandar las grietas de un sistema que ya estaba tocado y polarizó todavía más una sociedad que ya estaba polarizada. Los disturbios raciales que estallaron a finales de mayo, tras el enésimo crimen policial contra un ciudadano negro, tuvieron un alcance pocas veces visto y movilizaron también a muchas personas más allá de la comunidad afroamericana, convirtiéndose asimismo en un clamor contra el presidente y su gestión. Del lado opuesto han experimentado un auge los grupos de extrema derecha de carácter paramilitar, como por ejemplo los Proud Boys, así como los movimientos sectarios igualmente ultraderechistas y defensores de las más disparatadas teorías de la conspiración, como QAnon; unos y otros firmes defensores de Trump. Es en este escenario tenso y de crisis profunda en el que se han celebrado las últimas elecciones presidenciales, con unos datos de participación histórica que han evidenciado claramente la división del país. Más de 79 millones de personas votaron por Biden, pero no es menos cierto que cerca de 73 millones y medio lo hicieron por Trump (convirtiéndolo en el perdedor más votado de la historia estadounidense). Y no hay que olvidar que, después de cuatro años de mandato, un porcentaje a buen seguro muy elevado de esos votantes republicanos sabían perfectamente a quién estaban eligiendo. No se les puede reprochar que no tuvieran ni idea de lo que significaba la continuidad de Trump en el poder, eso lo sabían y, casi con toda seguridad, eso era lo que querían. Del lado demócrata no está ni mucho menos tan claro, pues se tiene la impresión de que, más que apostar por Biden, lo que muchos hicieron es votar en contra de Trump a causa de la profunda animadversión que el personaje provoca en muchísimos estadounidenses. En algún lugar he escuchado que estas elecciones han simbolizado la lucha de lo viejo (el globalismo neoliberal personificado por ese capitalismo financiero desbocado y depredador, origen en buena medida de los muchos problemas que aquejan a nuestra civilización) contra lo muy viejo (el supremacismo ultranacionalista más rancio y heteropatriarcal). No es de esperar que Trump vaya a facilitar una transición tranquila, ya lo estamos viendo y, en el peor de lo casos, la fuerte polarización social en la calle podría degenerar en un enfrentamiento abierto incluso a nivel de las élites; el peor de los escenarios posible. Tal y como relata Tom Engelhardt en su artículo State of Chaos (Estado de Caos), la herencia del “trumpismo” y todo su envenenado legado seguirán complicando las cosas con la nueva administración entrante, lo que el columnista denomina los Estados (Des)Unidos de América.
Por otro lado tampoco es de esperar que con Biden las cosas vayan a cambiar demasiado. Obviamente cambiarán las formas y se esperan acciones mucho más claras y contundentes para frenar la pandemia de cara al próximo año, así como también se esperan ciertos gestos en la lucha contra el Cambio Climático y las políticas medioambientales. Pero ni el nuevo presidente (que seguramente lo será, a no ser que las cosas se tuerzan mucho) ni su segunda, Kamala Harris, se distinguen por ser precisamente unos izquierdistas radicales. Más bien todo lo contrario, pues forman parte del núcleo más conservador y neoliberal del Partido Demócrata (de hecho el que lo lleva controlando desde hace demasiado tiempo). Es importante recalcar que Biden fue vicepresidente durante el doble mandato de Obama y bien sabemos lo que eso significó. No hubo cambio de rumbo económico tras la crisis financiera de 2008, la riqueza se siguió concentrando en unas pocas manos mientras las desigualdades aumentaban, no se avanzó apenas nada en la reforma sanitaria, se batieron récords en las deportaciones de inmigrantes indocumentados y, en el plano internacional, el tándem Obama-Biden (con la inestimable ayuda de Hillary Clinton) anegó de sangre Libia, Siria, Irak y Afganistán (extendiendo de forma masiva el uso de drones asesinos), desestabilizó Ucrania hasta provocar una confrontación con Rusia, se promovieron golpes duros y blandos en América Latina (Honduras, Venezuela o Brasil) y se practicó un espionaje masivo a una escala global sin precedentes (ahora el caso Snowden casi nos parece una cosa muy lejana). Por último fue el gobierno Obama el que comenzó a implementar la nueva política Pivot to Asia (giro hacia Asia), destinada a contener, asediar y doblegar a una China en imparable ascenso; giro que Trump ha llevado a unos niveles de hostilidad muy superiores con su guerra comercial y el acoso a gigantes tecnológicos como Huawei.
Así que, muy especialmente en política internacional, no veremos cambios sustanciales. Todo lo más variará el trato hacia los socios-vasallos de toda la vida, como la UE, que Trump a menudo menospreció y humilló. Porque hay algo que seguirá inalterado en la forma de pensar y actuar de las élites estadounidenses, también en la actitud de su sociedad en general. La idea, o más bien fe ciega, de que su país ha de seguir siendo la superpotencia hegemónica mundial que ejerza su dominio de forma unilateral. A los imperios no les gusta compartir el poder si es que se lo pueden ahorrar y este concepto de excepcionalidad, de ser superiores a todos los demás, está firmemente asentado entre el establishment norteamericano. Sin embargo dicha forma de pensar puede estar empezando a entrar en conflicto con la realidad de un mundo cambiante. A eso se refiere el interesante artículo El síndrome Qing en Estados Unidos, en referencia a la última dinastía imperial china, que no supo valorar adecuadamente el espectacular progreso de las potencias industriales y coloniales de Occidente durante el siglo XIX, porque las élites del país estaban ancladas en la idea de la superioridad incuestionable de su cultura y civilización, lo cual llevó a China al colapso y al fin de su imperio. A una escala menos catastrófica eso es lo que le está pasando a Estados Unidos hoy día, pues no parece haber un proyecto claro para que el país transite desde un mundo unipolar dominado por él mismo a un mundo multipolar como el que se está formando actualmente. Es algo así como ese hombre que ya ha cruzado el umbral de la vejez y le cuesta aceptar la idea de que ya no es lo que un día fue, cuando se encontraba en la plenitud de su vida, por lo que no puede seguir haciendo muchas de las cosas que antes hacía. Y esa incapacidad creciente genera frustración, porque entre la realidad y lo que se desea se va abriendo una brecha cada vez más grande. El principal problema de Estados Unidos es que, si no sabe gestionar eso de que va a dejar de ser “el número uno” indiscutido en todos los ámbitos, los conflictos tanto internos como externos pueden estar servidos. En palabras de Ana Esther Ceceña (ver Estados Unidos hacia el conflicto poselectoral), profesora de posgrado de Estudios Latinoamericanos en la Universidad Nacional Autónoma de México y coordinadora del Observatorio Latinoamericano de Geopolítica, “… Estados Unidos sí está en una situación difícil y continuará así porque este proceso es histórico. No se trata de que a futuro va a recuperar la posición que tenía. Esa es irrecuperable. Ahí nunca se va a poder recuperar, lo que no significa que no siga peleando por mantenerse en el lugar donde está…”. En otras palabras, Biden y sucesores lucharán por frenar el declive, quizá lo consigan o quizá no, pero lo que está claro es que la hegemonía incontestable parece ya algo del pasado. Cuanto antes lo acepte la sociedad norteamericana mejor para ellos y el resto del mundo.
Así pues el poder estadounidense sigue siendo formidable hoy día, es muy probable que lo siga siendo en un futuro a corto y medio plazo (a la larga imposible saberlo, como en cualquier otro caso), pero deberá acostumbrarse a compartir ese poder global con otras potencias en una situación de equilibrio que puede ser más o menos inestable. El complejo industrial-militar, ese monstruo insaciable que acapara más y más recursos a cada día que pasa, seguirá siendo el sostén de un ejército inmenso y muy poderoso necesitado de proyectarse por todo el globo, requisito indispensable para que el poder estadounidense no se venga abajo por completo (lo que explica que en 2018 el gasto militar se aproximara a 650.000 millones de dólares, con enorme diferencia el mayor de todo el planeta). La hegemonía del dólar tampoco se desvanecerá así como así, todo y que también está algo tocada (ver El dólar, un cetro resbaladizo), lo cual continuará siendo utilizado por Washington para hacer valer su influencia sobre otras muchas naciones. Y por último la hegemonía cultural anglosajona tal vez sea el más duradero legado de Estados Unidos (y de su antecesor inmediato, el Imperio Británico). El inglés es usado como lengua vehicular en la mayor parte del planeta (más de 1.130 millones de personas lo usan de manera habitual, generalmente como segunda lengua), es el idioma de la Ciencia, la tecnología, el derecho internacional y las relaciones diplomáticas, así como también predomina en no pocas expresiones artísticas (música, cine, literatura, videojuegos…). Y con el idioma vienen aparejados ciertos rasgos culturales, como un tipo determinado de estilo de vida, una moralidad y valores característicos, etcétera. Muchas de esas cosas a buen seguro perdurarán, tal y como la cultura de la civilización grecolatina pervivió a través de los siglos mucho tiempo después de la desaparición del Imperio Romano.
En el mapa los países firmantes del llamado RCEP (Asociación Económica Integral Regional), la mayor área de libre comercio del planeta. La firma de este acuerdo conforma un bloque un tanto heterogéneo en el que China tendrá un peso determinante. Este nuevo bloque hará de la región Asia-Pacífico el mayor centro económico del siglo XXI (Fuente: Wikipedia). |
Resulta obvio que las debilidades y fracturas internas, motivadas por la degeneración social provocada por el fundamentalismo neoliberal del libre mercado (religión oficial incuestionable entre las élites), se manifiestan igualmente en una mayor debilidad de cara al exterior. Volviendo sobre el Imperio Romano a modo de ejemplo, quizá no sea del todo cierto que los invasores germánicos provocaron su caída, más bien fue la decadencia interna del propio imperio la que facilitó la invasión externa y eso supuso el golpe de gracia. En el panorama internacional actual, resulta que el declive de Estados Unidos está coincidiendo con el espectacular ascenso de China y eso, claro está, ha hecho saltar todas las alarmas y anuncia que ambas superpotencias se hallan en rumbo de colisión a todos los niveles. Y, coincidiendo además con el caótico y no del todo resuelto proceso electoral estadounidense, ha tenido lugar un hecho que puede llegar a ser profundamente relevante. Es la reciente firma del acuerdo para la creación de la Asociación Económica Integral Regional (RCEP por sus siglas en inglés), que incluye a países de toda la región Asia-Pacífico (miembros de la ASEAN más China, Japón, Corea del Sur, Australia y Nueva Zelanda) creando la mayor área de libre comercio del mundo (ver este artículo del diario digital Nueva Tribuna). Este bloque representa aproximadamente un tercio de la economía mundial con un PIB combinado de más de 26 billones de dólares, una población de 2.200 millones de personas y el área de mayor crecimiento comercial de todo el planeta. Cierto es que India se descolgó del acuerdo, por temor a ver invadido su mercado interno por productos más competitivos (especialmente chinos) tras la eliminación de aranceles, y eso lo ha deslucido un poco. Sin embargo el RCEP es un gran triunfo para China, su principal impulsor y mayor beneficiario, pues crea un espacio económico común donde habrá de llevar la voz cantante. Con Biden en la presidencia Estados Unidos seguramente tratará de inmiscuirse todo lo que pueda, tratando de resucitar a buen seguro el TPP (Tratado Transpacífico de Cooperación Económica) destruido por Trump, pero quizá llegue demasiado tarde como frenar la cada vez más determinante influencia china en el escenario Asia-Pacífico. Que socios tradicionales de Estados Unidos (Japón, Corea del Sur o Australia y Nueva Zelanda) hayan suscrito el RCEP lo dice todo. Mientras tanto la UE va camino de la irrelevancia, pues las naciones de la ASEAN la han desplazado como mayor socio comercial de China. En palabras de Li Qeqiang, primer ministro chino:
Juan Nadie