En los años 30 del pasado siglo fue la Gran Depresión, que terminó desembocando en la Segunda Guerra Mundial. En 2008 dio comienzo la llamada Gran Recesión, que nos ha llevado a los convulsos tiempos actuales. Pero ambas seguramente palidecerán ante la Gran Agonía, el colapso civilizatorio al que nos podría abocar el Cambio Climático y el generalizado deterioro medioambiental global que lo acompaña.
La comunidad científica lo ha repetido una y otra vez, lo mismo que numerosos activistas así como personas de toda índole, no se trata de ninguna exageración. De no revertir la tendencia actual, que nos lleva por encima de los cuatro grados de calentamiento para finales de este siglo (si no más, si el volumen de emisiones de carbono a la atmósfera continúa incrementándose de forma descontrolada), la humanidad se verá abocada a un sufrimiento difícil de imaginar. Ese sufrimiento ya está llegando y la infografía que preside el presente artículo (extraída de la Agencia EFE) no es más que el último extremo de la punta del iceberg. Las cifras son de 2016 y cabe esperar que el problema vaya en aumento. Aun así resulta sobrecogedor descubrir que la contaminación y el deterioro medioambiental matan a más de 12 millones de personas al año. De hecho, sólo las enfermedades respiratorias asociadas a respirar aire contaminado (con partículas de carbón en suspensión y elevados índices de óxidos de azufre y nitrógeno) ya causan la muerte a alrededor de 7 millones de personas en todo el mundo cada año. Más significativo aún, viendo la cantidad de muertes anuales que provoca la exposición a químicos tóxicos (por vertidos incontrolados, una deficiente gestión de residuos, simple desconocimiento, etc.), en torno a 650.000, comprobamos que supera a la media de muertes anuales en conflictos armados (aproximadamente unas 550.000). De esta manera podemos decir sin temor a equivocarnos que, todos los años, los productos químicos matan a más gente que las guerras.
Como decía todas estas muertes no son más que un anticipo del anticipo de lo que se nos viene encima como no viremos drásticamente el rumbo. Como también lo han sido las dantescas imágenes de la salvaje oleada de incendios que ha asolado Australia (con un par de grados más de calentamiento esto será un verano austral de lo más corriente). He aquí una muy breve y concisa serie de datos más que alarmantes para hacernos una idea.
- Un par de estudios recientes presentados en Francia por el Centro Nacional de Investigación Científica (CNRS) y el Centro de Energía Atómica (CEA) y publicados en futura-sciences, elevan el calentamiento para finales de siglo para nada más y nada menos que 7ºC. Son estudios que tienen en cuenta sistemas de realimentación que hasta hace muy poco no se consideraban, como la liberación de gases de efecto invernadero por la fusión del permafrost en vastas regiones de Siberia y Canadá y el efecto demostrado de los CFC, que además de destruir la capa de ozono son gases de efecto invernadero ¡miles de veces! más potentes que el dióxido de carbono. Sobre este último hecho cabe señalar que el nivel de estos gases, sobre todo el CFC-11, debería haber disminuido con las limitaciones internacionales sobre su fabricación y uso, pero por lo que parece China no las ha venido respetando y eso ha dado como resultado que los niveles atmosféricos de CFC-11 hayan aumentado en vez de reducirse (ver este artículo de BBC Mundo). Volviendo sobre los trabajos franceses, hay que decir que un clima global 7 grados más caliente haría inhabitables para los seres humanos ciertas regiones del planeta a lo largo de los trópicos. Esto no sólo sería debido a las temperaturas extremas en verano, sino también a las sequías, la desertización y, en definitiva, a la inviabilidad de producir alimentos en esas regiones.
- Y es que el Cambio Climático amenaza muy seriamente dos de los pilares más básicos de la supervivencia humana, el acceso al agua y la producción de alimentos. El pasado verano un informe del IPCC (Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático) puso los puntos sobre las íes en este asunto. En cuestión de pocos años un cuarto de la población mundial enfrentará graves problemas por el acceso al agua. El angustioso “día cero” que vivió Ciudad del Cabo (Sudáfrica) durante el verano austral de 2018, dejará de ser una situación excepcional para convertirse en el pan nuestro de cada día en tal vez demasiados lugares. El subcontinente indio, Oriente Medio, el nordeste de China, todos los países a orillas del Mediterráneo, México y el suroeste de Estados Unidos o las principales áreas urbanas de Sudamérica, África o Australia, están usando ya prácticamente toda el agua dulce disponible (lo que se conoce como un estrés hídrico severo). Un calentamiento de tan solo dos o tres grados agravaría el problema hasta niveles realmente insoportables. Y una cosa lleva a la otra, porque sin agua no se puede cultivar nada y mucho menos criar ganado. El calentamiento implica también pérdida de suelo fértil por erosión, 24.000 millones de toneladas anuales (datos de 2015), cuando ya estamos usando prácticamente toda la superficie terrestre disponible para usos agrarios. De hecho, la situación es tan preocupante que, de no revertirse, para 2050 el 90% de todos los suelos fértiles hoy día podrían estar seriamente degradados y ser poco viables para la agricultura. Resolver la ecuación es bien sencillo, en el mejor de los casos en un escenario así las pérdidas de rendimiento de los cultivos ascenderían a un 50%, es decir, la mitad de comida disponible. Todo ello en un mundo superpoblado y degradado medioambientalmente.
Este mapa muestra los diferentes niveles de estrés hídrico a los que se ven sometidas las regiones habitadas del planeta. Los colores amarillo claro muestran áreas donde los recursos hídricos no están sobreexplotados, mientras que los colores naranja y rojo intenso coinciden con áreas que están llegando al límite de sus capacidades hídricas. Resulta preocupante el hecho de que muchas de estas áreas coincidan precisamente con las zonas más densamente pobladas del mundo. (Fuente: The New York Times). |
- Escasez de agua y alimentos, un clima sofocante, subida del nivel del mar, desastres naturales cada vez más frecuentes y devastadores… El resultado lógico de tanta calamidad no es otro que el desplazamiento forzoso de millones de personas hacia regiones donde al menos la vida resulte soportable. Son los que ya se denominan refugiados climáticos o “climamigrantes”, cuyo número en 2019 alcanzó la cifra récord aproximada de 20 millones (ver este artículo de El País). La estimación dada hace referencia a los desplazados por desastres naturales (inundaciones, huracanes, sequías…) que vienen impulsados por el progresivo calentamiento, a pesar de que esto resulta bastante difícil de cuantificar (podrían ser menos, pero también muchos más). Resulta muy complicado estimar cuantas personas se verán obligadas a abandonar sus hogares en las próximas décadas por culpa del Cambio Climático; el IPCC es muy reservado al respecto porque afirma que no se pueden proclamar cifras a la ligera. Sin embargo una estimación del Banco Mundial (institución que no está formada precisamente por ecologistas radicales y agoreros), titulada Preparing for internal climate migration, viene a decir que en 2050 podría haber nada menos que 140 millones de refugiados climáticos. Otros informes son incluso más pesimistas. Beatriz Felipe Pérez, especialista en Derecho Ambiental por la Universidad Rovira i Virgili, da por buenas las cifras que también baraja Oxfam de unos 200 millones de refugiados aún antes de mitad de siglo. Y esto solo, hay que dejarlo claro, teniendo en cuenta los desplazamientos que se producirían exclusivamente por causas climáticas, no aquellos que se deriven de conflictos de todo tipo. El efecto “multiplicador” del Cambio Climático, tal y como lo define el propio Pentágono, podría llevarse por delante la estabilidad de regiones enteras del globo en un caos creciente de desplazamientos masivos en cascada y conflictos asociados.
- Indudablemente estas fichas de dominó cayendo una detrás de otra tendrán un coste económico tan monstruoso que incluso resulta difícil de imaginar. La consultora Boston Consulting Group (BCG) elaboró en septiembre del año pasado el informe Flipping script on climate action donde, con las cifras actuales de emisiones, estima que el Cambio Climático provocará una reducción del 30% del PIB per cápita de aquí a 2100; lo que quiere decir que, de media, la población mundial será a final de siglo casi un tercio más pobre que ahora. Otras estimaciones son incluso más aterradoras. David Wallace-Wells, en su éxito de ventas “El planeta inhóspito” (Editorial Debate), detalla en uno de sus capítulos, titulado “colapso económico”, que por encima de los 2ºC de calentamiento el impacto económico de los desastres y caos subsiguientes ascendería a unos 550 billones de dólares (concretamente cita el trabajo de Rachel Warren y colaboradores, de la Universidad de East Anglia, Risks associated with Global Warming of 1,5 or 2ºC). Eso es varias veces la riqueza mundial actual, lo que querría decir que, aun siendo optimistas con el grado de calentamiento que alcanzaremos, vamos a un escenario de estancamiento crónico de la economía mundial, por no decir que ésta quedaría destruida por completo tal y como la conocemos. La economía global ya está resentida por la crisis de 2008, lo que ha dado lugar a convulsiones políticas en todo Occidente y a un descrédito generalizado del sistema capitalista entre las clases populares, tal y como demuestra una encuesta realizada en 28 países de la OMC, y en la que el 56% de los encuestados afirmó que el capitalismo “hace más mal que bien”. Dicha opinión puede deteriorarse muchísimo más en un escenario en donde el crecimiento, la base de todo el funcionamiento de las sociedades actuales, se convierta en un recuerdo del pasado y nos adentremos en un mundo tan inestable y desconocido que sea imposible dar nada por sentado.
Esta recopilación de datos y conclusiones son algo así como la carta de presentación de la era de la Gran Agonía de nuestra civilización, a la que nos abocará un calentamiento de 4 grados o más. El término está tomado del citado libro de Wallace-Wells, una lectura tan interesante como angustiosa por el panorama que ofrece. No es sólo el Cambio Climático, es toda la devastación que como especie estamos provocando en el entorno planetario, lo que nos lleva a un escenario de pesadilla. Otro dato sobrecogedoramente impactante. En junio de 2017 Doug Erwin, paleontólogo del Museo Smithsoniano, explicó en una conferencia que el 97% de la biomasa de vertebrados terrestres estaba constituida actualmente por humanos y sus animales domésticos (ganado y mascotas), mientras que sólo el 3% era fauna silvestre (ver este artículo de Universitam) ¿Hay algo fuera del agua que nos supere en biomasa? Sí, las moscas y mosquitos, en muchos casos invitados indeseables en nuestras casas y causantes en ocasiones de peligrosas epidemias, que el Cambio Climático termina expandiendo a nuevas áreas, y cuya erradicación es terriblemente costosa, cuando no imposible. Esta es otra de las consecuencias del mundo que supuestamente hemos creado sólo para nosotros mismos. Aniquilamos la vida salvaje a una escala sin precedentes, avanzando una sexta extinción masiva, pero los supervivientes del gran exterminio serán criaturas increíblemente tenaces y problemáticas que con toda probabilidad nos sobrevivirán.
En junio de 1992 tuvo lugar en Río de Janeiro la histórica Cumbre de la Tierra, a la que acudieron 178 países para tratar de llegar a algún tipo de compromiso en relación al Cambio Climático. En aquel entonces ya se conocía bien la amenaza, aunque no tanto por supuesto como ahora, y eran muchas las personas, científicos y no científicos, las que alertaban del peligro que representaba para la supervivencia de la civilización. Han pasado casi tres décadas desde entonces y ha habido muchas más “cumbres climáticas” (la última la COP25 de Madrid el pasado diciembre), todas ellas igualmente inútiles, pues la mitad del volumen total de emisiones de carbono desde el inicio de la Revolución Industrial ha tenido lugar únicamente en ese breve periodo de tiempo ¿Qué diablos estamos haciendo? Precisamente cuando nuestro conocimiento del problema es más profundo que nunca, va y no paramos de batir récords de emisiones como si no hubiera un mañana (porque en realidad es muy probable que no lo haya, al menos para la sociedad que conocemos). Es lo que algunos han venido a llamar una “civilización kamikaze”, sustentada en el poder tecnológico y la prosperidad que nos han proporcionado casi en exclusiva los combustibles fósiles. Sin ellos y todo lo que se deriva de su uso viviríamos en un mundo por completo distinto, ya que hasta el sistema económico internacional y el crecimiento que abandera se sustentan principalmente en la quema de carbón y petróleo. Ese “capitalismo fósil”, como también lo han venido a llamar, es hijo de los hidrocarburos, se alimenta de ellos y no está nada claro que pueda sobrevivir en su forma actual si dejamos de utilizarlos.
De hecho prácticamente nada sobreviviría en su estado actual si elimináramos la variable de los combustibles fósiles de la ecuación de nuestra civilización global, urbana, industrial y tecnológica. Ésa es la gran tragedia o, dicho de otro modo, la Gran Agonía que nos espera. El poder de los combustibles fósiles nos elevó hasta donde ahora estamos, disfrutando de una prosperidad y un nivel de vida sin precedentes (al menos en ciertas partes del mundo, cada vez más hay que decir), fruto de un asombroso desarrollo científico y tecnológico que resultaría incomprensible para nuestros antepasados de sólo unos siglos atrás. Pero ese poder nos ha dejado un legado envenenado por el que podrían pagar nuestros hijos y nietos. Ese entorno modificado que hemos creado y que se va extendiendo como una mortaja por todo el planeta, la Tecnosfera, es una confortable cárcel que hemos construido para nosotros mismos y de la que quizá no podamos escapar cuando el deterioro medioambiental y el caos climático se la lleven por delante (al respecto ver otro artículo de este blog, Prisioneros de la Tecnosfera). No se trata de un febril alucinación apocalíptica, ya lo hemos visto en los datos expuestos someramente más arriba, es cuestión de pura matemática. Cuando los costes económicos, políticos y sociales de la degradación y el calentamiento superen con creces a los beneficios de seguir quemando combustibles fósiles y emitiendo a la atmósfera sus subproductos, el castillo de naipes de la civilización se vendrá abajo. Así de frágiles somos por mucho que el poder de la tecnología nos haga parecer dioses.
¿Por qué no estamos reaccionando como es debido ante este aterrador panorama? Hace un tiempo leí un interesante artículo en el portal científico Naukas (ver ¿Podríamos desviar un asteroide como Bennu si fuese a chocar contra la Tierra?), en el que se exponían las enormes dificultades técnicas que implicaría desviar una gran roca del espacio que estuviera en rumbo de colisión con la Tierra, por lo que si algo así sucediera hoy mismo habría pocas probabilidades de evitar el armagedón. Sin embargo en la actualidad, así como a cien años vista por lo menos, la posibilidad de que suceda tal evento es ínfima y despreciable. Los cuerpos de dimensiones importantes con órbitas coincidentes a la terrestre están prácticamente todos monitorizados y se sabe que no hay peligro alguno de colisión. Seguro que llegará el día en que al menos algunos impacten, pero eso será dentro de cientos o miles de años como poco (cuando no mucho más tarde) y por tanto no debería preocuparnos ahora. Otra cosa bien distinta son las rocas de menores dimensiones (como una casa por ejemplo), muy difíciles de detectar, que si bien no causarían ningún cataclismo global, sí podrían provocar un gran desastre a escala local si impactaran en una zona habitada. Como digo el artículo estaba muy bien, pero me llamó mucho la atención los comentarios que dejaban ciertos lectores. Casi como si de un rumor de fondo se tratase, y que no tenía nada que ver con el tema en cuestión, había personas que se mostraban muy indignadas con “esos políticos y ecologistas” que nos hacen perder el tiempo y el dinero con “esa patraña del Cambio Climático” y no se preocupan de lo verdaderamente importante, destinar todos los millones que haga falta en un programa espacial que nos proteja frente a los asteroides que vayan a colisionar, no sabemos cuándo, contra la Tierra. Negacionistas climáticos haciendo comentarios sin tapujos en un portal científico, resulta curioso, pero es sintomático de una forma de pensar muy propia dentro de nuestra sociedad. Las rocas espaciales flotan por ahí a la deriva y nada tienen que ver con nosotros, son una amenaza extraterrestre, pero con nuestros conocimientos y tecnología podemos hacerles frente. Es la imagen arquetípica del ser humano por encima de las fuerzas de la Naturaleza, superándolas y domeñándolas, porque en realidad somos la solución y no el problema. Esa idea de erigirnos como los guardianes y salvadores del mundo, que lo tienen todo bajo control, es sencillamente irresistible y por eso muchos no parecen dispuestos a renunciar a ella.
Pero el Cambio Climático ofrece una perspectiva totalmente opuesta. La amenaza somos nosotros, el mal somos nosotros, el caos somos nosotros, y sus devastadores efectos serán visibles dentro de escasas décadas. Por eso aceptar semejante carga de culpa gusta tan poco en determinados ámbitos, rompe todos los esquemas tradicionales de la idea que tenemos del papel que ocupa la humanidad en el planeta, aquella que hunde sus raíces en la tradición judeocristiana. Ya se sabe, aquello de que Dios nos entregó el mundo para que hiciéramos uso de él. La fiebre del negacionismo climático se alimenta también de esa tradición, por lo que no es de extrañar que esté calando tan profundamente entre las huestes de la extrema derecha nacionalpopulista que ha resurgido en Occidente en los últimos años. Un dato que resulta hasta gracioso. Mientras Trump y sus imitadores de medio pelo andan por ahí insistiendo en negar el calentamiento catastrófico, el mismísimo Pentágono elabora informes acerca de cómo tal evento podría afectar de forma muy grave a la operatividad de las fuerzas armadas de los Estados Unidos, anulando casi por completo su capacidad de respuesta frente a amenazas varias (ver US military could collapse within 20 years due to climate change). Pero el negacionismo puede tener múltiples caras, y no sólo la de obstinarse en eso de que el Cambio Climático es una gran mentira que pretenden colarnos Greenpeace, Greta Thunberg, los políticos de izquierdas y vete tú a saber cuántos más. Hay quien se refugia en la religión del libre mercado, imaginando que esa entidad con poder para autorregularse a sí misma (el “Mercado” en mayúscula) hallará soluciones satisfactorias que nos permitan seguir como hasta ahora como si nada. También está la vía de escape tecnológica, que suele adoptar dos formas. O bien desarrollaremos una tecnología que nos libre de la amenaza, mediante geoingeniería u otra cosa parecida, o bien nos subiremos a naves espaciales para ir a vivir a otros planetas cuando este se haya vuelto inhabitable. En todas estas formas de pensar subyace la misma idea de fondo: no hay de qué preocuparse porque de haber un problema, si es que lo hay, lo solucionaremos tarde o temprano. Así que a olvidarse del asunto y pelillos a la mar. O mejor dicho toneladas de plásticos.
Detrás de esta línea de pensamiento también se encuentra otra idea muy arraigada en nuestra cultura. Esa que reza que el ser humano está por completo desconectado de la Naturaleza, así que lo que sucede en su seno no nos afecta o lo hace muy poco. Pero esta idea es por completo absurda, por mucho que hayamos trasformado los paisajes naturales hasta tal punto que sean irreconocibles. Las leyes de la Naturaleza rigen nuestra civilización como rigen cualquier otro rincón del Universo, así que llegado el momento pueden golpearnos con tal brutalidad que se nos iría la tontería en cuestión de años. Las fantasías negacionistas, tecnológicas y de mercado no nos librarán de eso, lo único que lo hará es cambiar de mentalidad y actuar ya mismo. Porque hay que tener en cuenta que la excepcionalidad humana podría ser sólo una ilusión, habida cuenta de nuestra brevísima existencia en relación con los abismos del tiempo geológico. Existimos como especie desde hace unos 300.000 años, pero únicamente hará unos diez o doce milenios abandonamos nuestra forma de vida como cazadores-recolectores itinerantes y nos volvimos sedentarios, comenzando a cultivar la tierra y a criar animales en cautividad. La civilización surgió más tarde, hace unos 5.000 años aproximadamente. No obstante durante largos siglos se podría hablar más bien de “islas de civilización”, conectadas a través de vastos territorios y océanos donde no se daba la vida “civilizada”. Nuestra civilización industrial tiene apenas 200 años de historia y sólo en los últimos 70 u 80 se ha vuelto verdaderamente global, impactado de forma muy notable a la vez que negativa en todo el planeta. Viendo cómo estamos poniendo al límite la sostenibilidad de nuestro modo de vida, ¿no será la civilización industrial nada más que una muy fugaz anomalía? Después de todo, ¿qué suponen estas pocas décadas en comparación con los 4.500 millones de años (millón arriba millón abajo) de antigüedad de la Tierra? Prácticamente nada. De hecho tampoco suponen gran cosa si las comparamos con los miles y miles de años de nuestra existencia como especie (concretamente apenas el 0,03% de todo ese tiempo). Otro apunte muy a tener en cuenta. En al menos tres de las cinco extinciones masivas habidas a lo largo de la Historia de la Tierra, ha intervenido en mayor o menor medida un calentamiento descontrolado. Esto último es especialmente cierto para la mayor de todas ellas, la del Pérmico-Triásico (también llamada la “Gran Muerte”), que hace unos 250 millones de años aniquiló al 70% de los vertebrados terrestres y al 95% de las especies marinas.
La aterradora sombra de una extinción en masa también ha generado reacciones diametralmente opuestas al negacionismo. Son las de aquellos que, ante la inevitable fatalidad de un calentamiento catastrófico, deciden desertar de la sociedad para crear comunidades más o menos aisladas al estilo de las sectas New Age. Estos “profetas del apocalipsis climático” difunden sus mensajes a través de plataformas como Nature Bats Last o The Dark Mountain Project, pudiendo tener miles de seguidores en las redes. A día de hoy siguen siendo sujetos marginales, ya que su discurso catastrofista todavía no tiene suficiente calado. No obstante, conforme los efectos nocivos del Cambio Climático se vayan volviendo más intensos y brutales, se puede esperar que estos profetas comiencen a desplazarse desde los márgenes de la sociedad hacia su centro, a medida que la desesperación de más y más gente la termine atrayendo hacia sus mensajes. Porque esta Gran Agonía que se anuncia puede terminar cambiándolo todo conforme les gana terreno a una prosperidad y estabilidad que se esfuman. No sólo modificará los ecosistemas, la economía y la política, sino también nuestra cultura y forma de pensar, creando incluso nuevas escuelas de pensamiento y hasta ideologías. A no ser que sencillamente termine destruyéndolo todo y nos hunda en la barbarie más absoluta. Eso también es perfectamente posible, por mucho que todavía no sea el escenario más probable.
Y hay que remarcar eso de “todavía”. Porque tal y como Wallace-Wells explica en su libro, una gran incertidumbre rodea todo lo relacionado a la evolución futura del Cambio Climático. Esto es así porque depende de una variable absolutamente impredecible, nosotros mismos. Seguir como hasta ahora, o incluso continuar incrementando los niveles de emisiones y la devastación medioambiental, nos llevará a la destrucción total de cuanto hemos conocido en apenas un siglo. Y de esto no nos salvará el Mercado, las tecnologías “mágicas” sacadas de la chistera (que como mucho aplazarán el fin de los días, no lo evitarán), o el sueño más mágico todavía de viajar a otros planetas (porque en realidad es inviable ir a vivir a otro sitio, estamos atrapados aquí). No nos engañemos, depende de nosotros frenar todo esto. Y al decir nosotros, digo la humanidad en su conjunto. Podemos echar la culpa a las malvadas compañías petroleras, a esos políticos negacionistas y a la gente que les vota, a la Rusia de Putin por basar buena parte de su economía presente y futura en los combustibles fósiles e incluso a los chinos, cuyo extraordinario desarrollo de las últimas décadas ha sido una de las causas principales (evidentemente no la única) del constante incremento de las emisiones de carbono a la atmósfera. Pero eso no nos libra, especialmente a aquellos que vivimos en sociedades opulentas, de ser también responsables de continuar alimentando a la bestia. Vivimos inmersos en una cultura ferozmente consumista, nos encanta ir en nuestros vehículos privados, viajar en avión en vacaciones, comer carne roja cuanta más mejor, tener bien climatizados nuestros hogares y así un largo etcétera de lujos y comodidades a los que no nos gustaría renunciar. No basta únicamente con reciclar, tener un coche eléctrico o comprar en el supermercado sólo productos ecológicos. De acuerdo, eso puede ayudar, pero al final parece más bien una forma de aplacar nuestra mala conciencia consumista. Escapar de la Gran Agonía requerirá esfuerzos globales y colosales, una acción coordinada como nunca se ha visto en la historia humana, así como sacrificar muchas de las cosas que damos por sentadas, empezando por todo un sistema basado en la quema de combustibles fósiles. No es nada fácil, más bien al contrario es una tarea descomunalmente ardua. Pero si no lo hacemos las generaciones venideras terminarán pagándolo carísimo y nos maldecirán una y mil veces. Depende de nosotros, ya mismo ¿Qué haremos? Esa es la gran incógnita.